Parece explicable que, al producirse cambios significativos en la ordenación de las realidades sociales en que se ha construido una cosmovisión, se generen desorientaciones, desasosiegos e intentos para recuperar el acomodo desaparecido. Creo que en estas estamos ante la pérdida de los anclajes y de los conectores cristianos que dieron estabilidad y cohesión a nuestra vida sociocultural y personal durante largos años: una cultura de matriz básicamente cristiana, que adquiere expresión pública en las más variadas manifestaciones populares de carácter religioso. Pretender restaurar los perfiles religiosos perdidos, sin embargo, requiere tino y destreza si no queremos que el resultado sea como el del «Ecce homo» de Borja.
En efecto: se puede llegar a confundir la evangelización con el proselitismo; cristianizar, con la mera aculturación; la propuesta del mensaje, con la fascinación; el testimonio público, con el espectáculo. En el deseo de lograr adhesiones en un mundo que se organiza sin Dios, podría aparecer la tentación de abaratar la oferta del mensaje, bien por la vía de reducción a una ética social buenista, bien por el acotamiento a una metafísica cavilosa (el Dios de los filósofos pascaliano), o por una suerte de desparrame emocional amparado en la categoría de «religiosidad popular». Tan nocivo puede ser para la proclamación del Evangelio el «todo vale» y «todos los dioses son iguales» del decadente imperio romano, como ese género de «patología de la perfección» según el cual todo lo que no es perfecto y escrupulosamente ajustado a canon, no tiene derecho a existir.
No convendría olvidar, sin embargo, que «Dios se resiste a los sabios» (Sant. 4:6) y se revela a los sencillos. No es patrimonio ni del «espíritu de la geometría» cartesiano, ni del «espíritu de las leyes» farisaico. Es el Dios de la fe sencilla; el Dios del «fiat», aunque no se llegue a entender muy bien. El Dios de la gente que no aspira a creer «a» Dios, sino a creer «en» Dios.
El Jesús de Nazaret que predica la Buena Noticia tuvo que ser muy decepcionante para los sabios rabinos de la época. Cura a la enferma que toca el borde de su manto (la gente «seria» llamaría a esto superstición), hace barro con su saliva para devolver la vista al ciego, o manda llenar las tinajas de agua para convertirlo en vino y resolver el «impasse» de unos recién casados (los racionalistas hablarían de magia), enseña con parábolas muy de pueblo y no se deja enredar en las alambicadas «cuestiones disputadas» de los «escolásticos» de su tiempo, para hablar de un Dios Padre que simplemente ama a sus hijos con la ternura y la delicadeza de un padre de pueblo.
Por eso el pueblo sencillo que se rinde a su Mensaje «se ha tomado la confianza» de manifestarlo con la sencillez desinhibida del pueblo. Al ilustrado le pueden chirriar muchas de tales manifestaciones, pero Dios quizás las aprecie como apreciamos los padres ese ingenuo dibujo que nos dedican los hijos pequeños —o los nietos— el día de nuestra fiesta. Emociona el afán de los pequeños y lo guardamos con el mimo con que se guarda un tesoro. Creo que así es la religiosidad popular.
Volver a transmitir vívidamente lo mollar de la fe cristiana a todo el mundo, a las elites y al pueblo, a los niños y a los mayores, a los sabios y a los iletrados, y después esperar que ese impulso circule en cada grupo según su naturaleza. No tendrá el mismo trámite en todos, pero será la misma veneración: en unos, por vía de razón; en otros por vía de acción social; en otros por vía de emoción y de celebración, etc. Mientras los cultos quizás lleguen a Dios escalando silogismos y ecuaciones, los iletrados pueden precisar símbolos, imágenes y representaciones que les acerquen hasta el Rostro del Señor. ¿Quién se atreverá a decir que la segunda es una trocha extraviada? ¿Es que, ante el Dios que es más grande que lo más grande de los hombres, puede haber alguna diferencia entre el caviloso discurso de comprensión de su naturaleza y la agónica escalada por alcanzar su unión del profundo teólogo, y la ingenua y monótona ristra de avemarías del rosario de la añosa abuela de la residencia de ancianos?
Será preciso acompañar y asistir para reconducir descarrilamientos doctrinales de unos, confusiones ideológicas y prácticas espurias de otros. Pero pretender romper la caña quebrada o apagar la mecha que arde débilmente (Isaías, 42:3), urgidos por un celo purista y por un afán intransigente de ortodoxia, puede suponer renunciar a valiosas plataformas de evangelización.
En cierta ocasión, atendía yo un curso de formación de profesores procedentes de diversos lugares de España, en una población en cuyas proximidades había un monasterio cisterciense. A primeras horas de la mañana un monje del monasterio nos celebraba la santa Misa en un ambiente que, a mí, me parecía excesivamente ruidoso y festivo, diría incluso folklórico. Al atardecer, algunos acudíamos al monasterio para acompañar a los monjes en sus oraciones rituales. Al entrar en las dependencias monacales se producía, espontáneamente, un silencio y una apariencia de recogimiento que contrastaba con la algarabía de la mañana en la capilla de nuestra residencia de curso. Había como una «ruptura de nivel» (Eliade).
Ante este hecho, le preguntaba alguien al anciano monje:
—¿Cuál de las dos realidades está más próxima a la verdadera experiencia religiosa?
El afable religioso respondió con una sonrisa:
—No se equivoque, joven. Para eso habría que ver el corazón humano, y eso sólo lo ve Dios.