Por Marijose
Es la segunda vez que acompaño, como cocinera, al grupo de militantes que realiza su experiencia apostólica en Gales. Lo curioso es que no sé inglés, pero hago las compras y todo lo que se necesite. ¿Cómo? A ver si me explico.
En primer lugar, el secreto de mi seguridad en que todo iría bien está en que llevo un compañero en el viaje que es quien me acompaña en todo momento en el día a día. Donde yo voy, él va; todo lo que hago, él lo motiva; mueve mis manos para trabajar, mis pies para caminar, y mi vida entera para darla.
Con esa confianza ciega, preparé la maleta y le dije: Vamos, majo, nos toca ir a Gales. Y después de 24 horas en barco, llegamos al destino. ¡Ah!, no os he dicho; mi fiel y querido compañero es san José.
Al llegar fui viendo, poco a poco, a las amistades que había dejado la primera vez que estuvimos, hace tres años, y, claro, surge la pregunta: ¿Cómo nos entendíamos sin saber nada del lenguaje de los otros? Muy fácil, practicando el idioma universal: las manos y el corazón.
Las manos para mí hablan en silencio. No pronuncian palabras y el diccionario entero está en ellas. Trasmiten todo: alegrías, penas, consuelos y esperanzas. El corazón no entiende de lenguas ni fronteras: o lo das sin tope, o lo guardas en un rincón hasta que se marchita.
Con estas dos herramientas me comunicaba yo, y me ha dado tan buenos resultados que seguiría usándolas, aunque aprendiese idiomas. Siempre que podía acudía al traductor, pero cuando no encontraba a ninguno, recurría a mis dos herramientas. Os cuento un ejemplo.
Fui un día a comprar leche; no sé qué le dije, pero me dio unas lechugas. Luego me explicaron que «lechuga» en inglés suena algo así como «leche». Pero claro, eso no lo sabía yo. Así que sonriendo le dije que no y le hice el gesto de beber; entonces me entregó una botella de vino o de lo que fuese. Divertida, pensé que me confundía con José Bonaparte o algo así, es decir: ni idea. Como no conseguía que me entendiera, y con algo de reparo por mi parte, por si se enfadaba, me puse las manos como cuernos y le dije: ¡Muuu! Me entendió, nos reímos un rato y me fui con la leche, las lechugas y un batido que me regaló.
De todos los conocidos de hace tres años, hay cuatro personas muy queridas con las que mantengo correspondencia. Reíros un poco imaginando mis conversaciones con ellas, diccionario en mano, y riéndonos de nuestra propia ignorancia en el idioma. Lo tengo comprobadísimo, en el trato con las personas, el cariño suple todo.
Cuando asistíamos a la misa en el pueblo, la seguía y respondía en español porque me la sé de memoria, si no estaría como un banco más, pero me sentía parte de la comunidad y le decía a Jesús: creemos lo mismo, comulgamos lo mismo, te pedimos lo mismo con distintas lenguas y tú, Señor, nos entiendes. Era vivir, en vivo y en directo, la catolicidad de la Iglesia.
Y guiñándole un ojo le decía al Señor:
Los de la Torre de Babel nos hicieron la peor de las faenas, ¿eh?, pero tú nos trajiste el amor que supera todas las barreras.
El tiempo pasó veloz. Los chicos estaban contentos y para mí los días fueron tan sumamente felices que con muchísima pena, y dejando un buen trozo de corazón en aquellas tierras, regresé diciéndoles —con las manos, claro— a mis amigos galeses: See you soon!