Un vacío profundo que espera anunciadores creíbles

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Jóvenes en el campamento
Jóvenes en el campamento

Al contemplar Enrique Heine la catedral de Amberes, exclamó: «Aquellos tiempos tenían dogmas. Nosotros no tenemos más que opiniones. Y con opiniones no se edifican catedrales». Es muy fácil dejarse contagiar por el ambiente, y más cuando está saturado de sofismas. Olvidamos entonces que sólo la Iglesia tiene dogmas y levanta catedrales. El intelectualismo escéptico fabrica dudas y levanta telarañas religiosas (Chesterton).

Algo de eso sucede hoy a muchos de los que pretenden ser educadores de la juventud. Les sobran opiniones, pero les faltan dogmas. Dudan, vacilan, no son firmes. Por eso no forman hombres. Muchos educadores católicos carecen de convicciones sólidas. Incluso se dejan llevar, como diría Pablo Apóstol, de una parte a otra, por el viento de doctrinas nuevas, que suelen tener tanto éxito por dar pábulo a la veleidad e inconstancia.

Olvidan que «a la hora de la discusión, la posición más fuerte es la del escéptico, pero a la hora de actuar la posición más firme es la del creyente» (Ramón y Cajal).

Menosprecian quizá, y reputan anticuado, al auténtico educador cristiano que sabe que el verdadero carácter es como una catedral gótica. Piedra sobre piedra se va construyendo, elevándose por encima de los mezquinos intereses egoístas de la tierra, para hundir airosas en el cielo azul sus afiligranadas agujas, oraciones petrificadas que se elevan a lo alto, arrastrando la mirada de cuantos las contemplan.

Así, ese educador cristiano va haciendo aflorar «en todas y cada una de las actividades y profesiones, en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social», hombres y mujeres «llamados por Dios que, cumpliendo su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico», contribuyen «como la levadura, desde dentro, a la santificación del mundo», y «descubren a Cristo a los demás», brillando ante ellos «con el testimonio de su Fe viva, esperanza y caridad».

Es el educador que disipa nubarrones de pesimismo. No cree en procesos irreversibles ni en secularismos imparables. Cree en el hombre, y sobre todo, cree que sólo Dios satura todas sus valencias y colma sus aspiraciones más íntimas. Un Dios que inyecta dinamismo sobrenatural en el hombre frágil, para vivir en el mundo desafiando egoísmos que dividen y sembrando amor que unifica.

Es el educador realista que capta la oportunidad única que le ofrece el mundo en que vivimos. Planeando por encima de apariencias engañosas, se da cuenta de que el hombre de hoy experimenta un «vacío profundo que espera anunciadores creíbles de valores capaces de edificar una nueva civilización digna de la vocación del hombre» (J. Pablo II).

Es el forjador clarividente que pisa fuerte en la tierra y responde audaz al S.O.S. angustioso y esperanzado que le lanza una «juventud abandonada a sí misma», en un mundo desengañado y entristecido, que -perdido- naufraga sin rumbo en «el crepúsculo de las ideologías, la erosión de la confianza, en la capacidad de las estructuras de responder a los problemas más graves y a las inquietantes expectativas del hombre, la insatisfacción de una existencia en lo efímero, en la soledad de las grandes metrópolis masificadas y en el nihilismo».

Forja de hombres

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