13 de mayo de 1981. Eduardo entra conmocionado en la capilla y se arrodilla ante la imagen de la Virgen.
El papa Juan Pablo II se debate entre la vida y la muerte. Un terrorista ha disparado sobre él para asesinarlo. La bala criminal, por milímetros, no ha acabado con la vida del Santo Padre, pero su blanca sotana se ha teñido del rojo de su sangre.
La noticia ha recorrido el mundo entero como un reguero de pólvora y ha llegado a la pequeña residencia de estudiantes que los Cruzados de Santa María tienen en la capital navarra. Junto a la imagen de la Virgen han puesto también una del Papa. Varios jóvenes oran en silencio.
Eduardo, un joven cruzado, estudiante de filosofía que se prepara para el sacerdocio, reza también por el Santo Padre, conmovido con toda la Iglesia. Y en lo más profundo de su corazón nace un deseo, puesto por el Espíritu de Dios, de entregar su vida al Señor a cambio de la del Papa.
Con la urgencia de quien sabe que es cuestión de horas el que el Papa viva o muera, sale fuera, habla con su guía y le expone su intención, para pedirle permiso y hacer ese ofrecimiento.
Y ahora de nuevo de rodillas ante el Sagrario, tembloroso y decidido, entrega al Señor, si así lo quiere, su vida que nada vale, a cambio de la del Papa que tan necesaria es para toda la Iglesia.
Eduardo salió de la capilla. De algún modo sabía que el Señor había escuchado su ofrenda. Porque Dios siempre escucha nuestras oraciones. Lo más seguro, pensaba, es que no se la aceptase. ¡Quién era él para que el Señor la escogiese de esa forma! Y de todas formas él ya había ofrecido su vida totalmente cuando entró en la Cruzada. Y cada año la renovaba en los Ejercicios Espirituales en la meditación del Rey Eternal.
Era mayo, tiempo de exámenes. Se dirigió a su habitación, cerró la puerta y tomó los apuntes. No es que le apeteciese mucho, la verdad. Hubiese preferido quedarse en la capilla. O seguir las noticias que llegaban de Roma. O ponerse a hablar con los compañeros de la residencia… Pero no. Había que ponerse a estudiar, que era lo que tocaba. Volvió a comenzar su estudio donde se había quedado una hora antes. «Señor, te ofrezco también esta hora de estudio por el Papa.»
El 23 de noviembre se cumplen los veinticinco años de la muerte de aquel joven sacerdote cruzado, casi recién ordenado, que no pudo superar la leucemia.
Queríamos dedicar este número de nuestra revista, que se vio obsequiada en numerosas ocasiones con su pluma, a recordar al P. Eduardo Laforet CSM.
El viernes santo de aquel año de 1984, poco antes de iniciar su tratamiento, en la primera homilía a todos los militantes, nos decía: «Mi deseo es dejaros un mensaje que, por la misericordia de Dios, no sé si es programático o mi testamento… En definitiva, queridos hermanos, se nos pide vivir la Redención siendo víctimas pequeñitas en medio del mundo. Se nos pide aceptarlo todo sonriendo, dejarse amar por Dios para la salvación de los hombres… Yo, por mi parte, no deseo otra cosa sino permanecer en el momento presente junto a la Cruz del Señor, con su Madre, llorando los pecados del mundo. Sólo quiero decir: Padre, HAGASE en mí según tu palabra, y ESTAR hasta el fin al pie de la Cruz. Dios es mi Padre y en sus manos encomiendo mi espíritu.»
Con ocasión de este 25 aniversario, al concluir también el centenario del nacimiento del P. Tomás Morales, se publica el libro Alpinista del espíritu como homenaje al P. Eduardo. Queremos transmitir a nuestros lectores este acontecimiento familiar y hacerles llegar algo del mensaje de este joven enamorado de Dios que entregó su vida por el Santo Padre y por la Iglesia.
Y nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.