Santiago Arellano Hernández
La entrega heroica de tu vida, Eduardo, por la recuperación de nuestro amado y admirado Juan Pablo II, se quedó para nosotros en una lección imborrable, digna de figurar en los florilegios -antologías- de la educación de todos los tiempos. Dar la vida por quien amabas era la razón de ser de tu vocación sacerdotal. Darla apresuradamente para conmover la voluntad de Dios, a quien toda la cristiandad suplicaba entre lágrimas, es un don del Espíritu Santo concedido a quienes intiman en amores con el Señor.
Me vas a perdonar por traer a esta página un recuerdo de mi adolescencia. Sólo en clave de don sirve para evocar tu generosidad. Era en clase de latín. Nos tocaba traducir una página de la historia de Roma muy de los inicios de aquella ciudad que iba palmo a palmo conquistando a sus vecinos, siglos antes de constituirse en la capital del Imperio Romano.
Porsena, Rey etrusco, había decidido sitiar la ciudad para hacerla perecer por hambre, conocedor de que no existía vía de avituallamiento. La situación llegó a ser desesperante. En ese momento un joven romano, Mucio Escévola, decide infiltrarse en el campamento enemigo y, aprovechando la oscuridad de la noche, matar al Rey. Cruzó a nado el Tíber, se introdujo en las filas enemigas y al ver que obedecían los soldados las órdenes de un personaje que parecía el jefe, se acercó y en medio de todos lo apuñaló. Lo cogieron prisionero y lo llevaron ante Porsena. Con voz serena confesó su nombre, la intención de matarle, el error cometido, su decisión de morir combatiendo y no a manos del hambre. Porsena le amenazó con torturarle y fue entonces cuando Escévola extendió su brazo sobre un pebetero encendido y dejó, impávido, que se quemara el brazo, mientras decía:» El cuerpo no tiene ninguna importancia para el que desea la inmortalidad». El rey etrusco se quedó tan admirado de su valentía que lo dejó en libertad.
Mucio Escévola se atrevió a añadir: trescientos hombres como yo están dispuestos a matarte. Alguno lo logrará. Porsena levantó el cerco y Escévola, salvó a su ciudad.
El pintor Ricci en los años finales del XVII nos dejó esta vigorosa representación (1680-1684).

Tu decisión fue una lección de generosidad y entrega heroica que a todos nos sobrecogió. Pero no menos admirable es el calvario de tu enfermedad. Por eso traigo en tu memoria los versos de uno de los más grandes poetas líricos del siglo XX, don José Luís Martín Descalzo, purificados, también sus versos, y sublimados en el potro del tormento de su enfermedad incurable. Sé que te gustará escucharlos desde tu ventanal abierto en el cielo hacia esta tierra nuestra, peregrinos todavía. Tú que tan fino lector eras, filósofo nominado y estudioso ejemplar, no necesitas que te lo explique. Son los versos finales del poema titulado «Últimas voluntades», Parte cuarta, final, del Testamento del Pájaro Solitario. Mi admiración y nostalgia de ti:
Y en este testamento he de dejar aún mi única riqueza: mi esperanza.
Tengo metros y metros para hacer con ella millones de banderas,
ahora que tantos la buscan sin hallarla,
cuando está delante de los ojos,
porque Tú, Halcón,
bajaste de los cielos sólo para sembrarla.
No, Mundo, sábelo: no me resignaré jamás a tu amargura,
no dejaré que el llanto tenga sal,
ni que al dolor le dejen la última palabra,
no aceptaré que la muerte sea muerte
o que un testamento sea un punto final.
Si me muero (que aún está por ver)
envolvedme en su bandera verde
y estad seguros de que mi corazón sigue latiendo,
aunque esté más parado que una piedra,
estad seguros de que, aunque mi sangre esté ya fría,
yo seguiré amando.
Porque no sé otra cosa.
Sólo por eso.
Porque no sé otra cosa.