Me comentaba hace unos años un inteligente alumno de segundo de bachillerato el enfrentamiento verbal que había tenido con su profesor de historia. Este insistía, un día detrás de otro, en mostrarles con amargura a sus alumnos aquellos años oscuros de su niñez y adolescencia en los que «le obligaban desde las aulas a creer en Dios». El muchacho se decidió un día a levantar la mano y preguntar a su profesor: «Bien, profesor, pero usted con su relativismo nos está obligando a no creer en nada ¿Me podría decir qué diferencia hay?».
El vendaval del relativismo de la posmodernidad no sólo ha arrancado de cuajo los fundamentos de la verdad y los pilares del bien; también ha maltratado, hasta deformarlo, el sentido de la belleza. Basta con darse una vuelta por las proximidades de centros de enseñanza, o espacios frecuentados por los adolescentes, para constatar el imperio de lo grotesco, lo grosero, lo ridículo, lo extravagante, lo chabacano, el mal gusto.
Diríase que la realidad que habitan es la realidad esperpéntica que se refleja en los espejos cóncavos y convexos del «callejón del Gato» valleinclanesco. Toda manifestación de gusto por lo armónico, lo medido y ponderado, ya sea en las formas de expresión como en las formas de estar y de relacionarse, será vista por sus iguales como una rareza y un deseo de separarse de la tribu, y se castigará la osadía frecuentemente con el desprecio y el ostracismo: no es de los nuestros…
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Por supuesto, es una manifestación del aire que se respira en una imperante noosfera nihilista y relativista donde todo vale igual y, consecuentemente, nada vale nada. Para ellos, tiene el mismo valor estético una tragedia shakespeariana, que tirar la cabra desde el campanario en las fiestas del pueblo.
En el fondo, intuyo que ese relativismo esconde miedo a mirar de frente a la bondad, a la verdad y a la belleza, porque sus solas existencias comprometen una respuesta congruente que no siempre está dispuesto a dar el «hombre líquido» actual.
Pero los distintos agentes de la educación tendremos que preguntarnos si algunos de nuestros climas y prácticas docentes, no han colaborado al asentamiento de este «feísmo» y pérdida de sensibilidad estética normalizado en los ambientes que nos toca frecuentar:
Como ya denunciaba C.S, Lewis en «La abolición del hombre», cultivar sentimientos elevados en los alumnos parecía poco moderno a muchos educadores, amparados en que el sentimiento tiene poco bocado científico, único alimento que debe proporcionar la escuela. Una escuela pretendidamente cartesiana que debe alejarse, decían, de la subjetividad y de la sensiblería para ser verdaderamente escuela moderna. Se desterró así la capacidad de contemplación y de admiración deseando no interferir en el desarrollo del pensamiento racional-científico.
Sin embargo, lo que se muestra en muchos de nuestros jóvenes, no es un exceso de ideas adquiridas en la escuela moderna, sino una falta de fértil y generosa emoción. Es cierto que hay muchas formas de pensar y de sentir, pero hay solamente una de no pensar y de no sentir: no pensar y no sentir.
Después, no nos quejemos.
Lo decía A. Touraine en «Crítica a la modernidad»: Se nos ha querido imponer el principio de que había que renunciar a la idea de sujeto para hacer triunfar la ciencia, que había que ahogar el sentimiento y la imaginación para liberar la razón…, y que era necesario aplastar en la educación escolar categorías viejas identificadas con una sensibilidad burguesa y ñoña.
Por este camino, muchos jóvenes han salido del itinerario escolar sin una sola oportunidad de exponerse relajadamente ante un paisaje, ante un poema, ante una composición musical, ante una construcción armónica, etc., para experimentar emociones estéticas que les fueran afinando la sensibilidad.
Por cada alumno que necesita ser protegido de un frágil exceso de sensibilidad, dice Lewis, hay tres que necesitan ser despertados del letargo de la fría mediocridad (…). La correcta precaución contra el sentimentalismo es la de educar sentimientos adecuados. Agotar la sensibilidad de nuestros alumnos es hacerles presa fácil del proselitista de turno. Su propia naturaleza les empujará a vengarse, y un corazón duro no es protección infalible frente a una mente débil. (…) Una buena educación refuerza algunos sentimientos mientras que rechaza otros.
El desarrollo de esta sensibilidad sería, sin duda, una propedéutica para la apertura a los valores del bien y de la verdad, como proponían los pensadores clásicos griegos. Quizás era esto lo que se temía…
Paralelamente hemos asistido a una pedagogía blanda y conformista de mínimos por la que, en el afán de «ir a la importante», se fue abandonando la propuesta de la perfección, el gusto por el orden y la limpieza, la atención a las formas que, frecuentemente, son apariencias protectoras pero necesarias para las consistencias fundantes. La excelencia de un contenido pide una excelencia proporcional del continente. Achabacanar el continente es degradar el contenido.
Se ha preconizado la espontaneidad roussoniana en los comportamientos sociales, dotándoles de categoría ética de sinceridad, de autenticidad o de coherencia. Por ese camino el exabrupto y la grosería llegan a alcanzar el estatuto de verdad y se cultiva una suerte de exaltado y zafio zoocentrismo.
Al menos los educadores profesionales debiéramos recordar que el concepto «educación», desde sus orígenes clásicos, va siempre unido al concepto de «areté», el cultivo de la excelencia para alcanzar la virtud.
Dejar que el espíritu del educando se asilvestre y se adocene es atentar contra su humanidad. Atrévete, maestro, a pedir perfección.