Abelardo de Armas: confidencias sobre su madre

En recuerdo del 60 aniversario del fallecimiento de Eloísa Añón, 3.5.1963

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Esta es la voluntad de Cristo: que seáis santos
Esta es la voluntad de Cristo: que seáis santos

Extracto de la alocución en la Vigilia de la Inmaculada de Madrid, 7.12.1971. Publicado en Luces en la noche, pp. 9-18.


¡Mamá, mamá: arrepiéntete!

Tendría yo unos diez años cuando, mientras estaba jugando un partido de fútbol en un solar con unos chavales, me vinieron a decir: «¡Tu madre está muy enferma; se ha puesto enferma en la calle!». Salí corriendo al lugar donde me indicaron y, en medio de un grupo de gente, me la encontré envuelta en un charco de sangre. Se la llevaron inmediatamente a la casa de socorro, le pusieron unos coagulantes y la trajeron a casa. Aquella noche mi hermano y yo nos quedamos a dormir en la cama de mi madre. Parecía que de un momento a otro se le iba a escapar la vida. A media noche nos llamó apenas sin fuerzas y nos hizo señas de que se moría. Mi hermano salió corriendo para avisar a mi hermana mayor. En aquellos momentos, mi madre, con los ojos fijos en el techo, fue perdiendo el color y entró en rigidez cadavérica. Entonces yo, con esa pureza de corazón que tiene un niño a los diez años y, como consecuencia, con una fe limpia, no tenía nada más que una preocupación: que mi madre se moría, y me parecía que se moría en pecado.

Cogí aquel cuerpo. Lo empecé a zarandear gritándole: «¡Mamá, mamá, arrepiéntete de tus pecados! ¡Mamá, mamá, que te vas de esta vida en pecado! ¡Mamá…!». En medio de aquellos estertores, al sacudirla, unos coágulos de sangre brotaron por su boca, y en mi madre, comenzó de nuevo la vida. Yo hoy quisiera zarandearos a todos también (…)

Dos seres fundidos en una sola cosa

Contemplando este amor de Dios que tantas veces había traicionado, sentí un día tanta vergüenza de mí mismo, que me fui a mi madre y le hice una confesión de mis pecados. Le dije: «Mamá, yo soy así —ella me tuvo siempre por sincero—; mientras en casa se pasaba necesidad, en esos años en los que viví alejado de Dios, te defraudaba en el sueldo. Ponía una cantidad inferior en los sobres que me daban en la empresa, reservándome el resto para mis gustos y caprichos. Tú estabas enferma pasando necesidad, y yo defraudándote dinero. He sido un mal hijo». Mi madre no me dijo nada. Solamente me abrazó.

Unos años más tarde fue ella quien me dijo: «Quiero hablar contigo». Y me hizo una confesión de su vida, y me dijo los pecados que había cometido desde su juventud. Aquel día fui yo el que abrazó a mi madre.

Este amor entre mi madre y yo era muy superior al amor natural que tiene cualquier madre por cualquier hijo. Era un amor sobrenatural. El de dos seres que nos habíamos fundido en una sola cosa: la vida divina. Yo quería para mi madre la santidad, y ella para mí lo mismo. Esta santidad es la que deseo para cada uno de los que estáis aquí, porque esta es la voluntad de Cristo: que seáis santos.

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