por Equipo pedagógico Ágora
El papa Francisco obsequió a la Iglesia y al mundo en 2015 una bella encíclica, Laudato si’, en la que se dan la mano, en unidad tensa y benevolente, la alabanza, la preocupación y la denuncia.
Evoca a su santo patrono: «san Francisco, fiel a la Escritura, nos propone reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad… Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios». La mirada del papa es genuinamente positiva: «Señor Uno y Trino, comunidad preciosa de amor infinito, enséñanos a contemplarte en la belleza del universo, donde todo nos habla de ti».
El papa presenta una mirada contemplativa y a la vez comprometida que da en llamar «ecología integral». Insiste en que una verdadera ecología ha de ser también humana, social y cultural, capaz de descender a la concreción de la vida cotidiana frente al consumismo y la «cultura del descarte». Anima a vivir según una moral fundada en la realidad, en la dignidad humana y en el bien común, es decir, en la ley moral natural y no en la ideología.
Esa mirada inspiradora la hallamos también, curiosamente, en uno de los autores que con más angustia han denunciado la deriva del mundo contemporáneo hacia el sinsentido: Edvard Munch (pensemos por ejemplo en su cuadro más emblemático, El grito).
Sus biógrafos y comentadores coinciden en destacar el contraste entre el tono general de sus pinturas, tan pesimista, y esta maravilla que ahora consideramos: Solen. El sol, un mural de grandes dimensiones (455 x 780 cm), pintado en 1911 y que resplandece en el Aula Magna de la Universidad de Oslo. Se aprecia en él una luminosidad que lo domina todo, muy diferente a la inmensa mayoría de sus cuadros, siempre marcados por la angustia, la amargura y la melancolía.
Munch, tras haber estado ingresado por agotamiento físico y mental, recuperó fuerzas y sosiego, lo que le permitió vivir un paréntesis de optimismo en el que ve la vida con una mirada más sosegada, eligiendo para presidir el Aula Magna este majestuoso amanecer noruego.
El sol ocupa el centro de la composición como elemento protagonista de la obra. De él salen unos rayos de luz que bañan en diferentes puntos las aguas del paisaje del fiordo. Mediante una pintura estilizada muestra rayos de luz que se expanden en todas direcciones proyectando todo tipo de colores, matices y texturas. El cuadro casi parece una composición abstracta. Los bordes superiores de los rayos de luz se han transformado en una explosión de rojo, azul, rosa, amarillo y oro. La esfera solar se llega a fundir con el mar y consigue un efecto caleidoscópico, en el que la luz juega con el paisaje.
«La naturaleza está llena de palabras de amor» (Laudato si’, 225). Ante una mirada serena, despierta la alegría y la ilusión por vivir; incluso en un alma triste como fue la de Edvard Munch.