Al Santísimo Sacramento: Rafael y Gerardo Diego

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El revolcón intelectual que, con la fuerza de un tsunami, pone patas arriba verdades que servían de cobijo a la familia humana, me invitan a seleccionar dos monumentos que han sobrevivido al maremoto. Me refiero a dos obras de arte, distantes en el tiempo y que coinciden en proclamar la maravilla de un Dios que ha elegido un pedacito de pan y un poquito de vino para quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos.

Es la primera la pintura de Rafael conocida como “Disputa del Santísimo Sacramento”. Pintada en 1509. La fuerza dramática de la escena representada en el plano inferior, contrasta con la exaltación apoteósica que se nos muestra en el superior. En la cúpula del templo perfectamente distribuido en franjas paralelas aparece cielo. En vertical, la Santísima Trinidad, eje de la custodia que preside el altar de la tierra. Tres arcángeles, a derecha e izquierda del Padre, sobre una nube de angelitos gozosos. En el centro, como viril celeste, el respaldo de su trono, Cristo resucitado muestra las llagas de su pasión. A su derecha, La Virgen; y a la izquierda San Juan que señala al Cordero que quita al pecado del mundo. Al fondo una franja celeste y a sus pies, como escabel del trono una nube que ampara a cuatro ángeles que muestran abiertos los cuatro Evangelios. A los pies del trono, doce personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Una nube más oscura separa el cielo de la tierra.

Abajo, en torno al altar y sus escalinatas, aparecen Pontífices, obispos, teólogos, santas mujeres, frailes piadosos, hombres y mujeres de la ciudad. Sus gestos expresan inquietudes, dudas, disputas o convicciones: el misterio eucarístico. Santo Tomás y San Buenaventura, son testigo. El cuadro es asombroso. Estamos en ese momento histórico en que el cielo no se ha separado de la tierra ni lo sobrenatural se ha alejado de lo natural. Es evidente que Dios está aquí.

La otra obra es un extraordinario poema del poeta de la Generación del Veintisiete, Gerardo Diego.

Se titula “Oración ante el Santísimo”. Selecciono un fragmento. Vale la pena leerlo entero y usarlo como oración personal. Elijo los últimos versos:

El momento de la comunión

 Dentro de mí te guardo, oh Certidumbre,
como el mosto en agraz guarda el racimo.
Te siento navegando por mis venas
como la madre mar a sus navíos.
Dentro de mí, fuera de mí, impregnándome,
como a la abeja mieles y zumbidos,
como la luz al fuego o como el suave
color, calor al reflejar del vidrio.
Te oigo cantar, orillas de mi lengua,
florecer en silencio de martirios.
Dulce y concreto estás en mí encerrado…
Tierno y preciso estás, manso y sin prisa,
dulce y concreto estás, Secreto mío.
¿Qué valen todas mis verdades turbias
ante esa sola, oh Sacramento nítido?
En Ti y por Ti yo espero y creo y amo,
en Ti y por Ti, mi Pan, Misterio mío.

Esta última serie de endecasílabos es de una belleza admirable. Considero sublimes la sucesión de comparaciones para hacernos intuir la presencia del Señor en cada alma. Destaco tres versos. Dice el primero: “Dulce y concreto estás en mí encerrado”. La experiencia de Dios no es ni difusa ni amarga ni tenebrosa. Dios está en nuestro interior y para colmo se deja encerrar como si fuera nuestro prisionero. Dice el segundo: “Tierno y preciso estás, manso y sin prisa”. Lo que antes era suavidad o dulzura, se contempla ahora como ternura y misericordia y como mansedumbre; pero sobre todo como certeza nunca indefinida “preciso estás”; y finalmente, como algo que aclara su condición de prisionero y que acusa nuestras urgencias “sin prisa”. Él, prisionero, “voluntario capitán cautivo”, nunca tiene prisas, nosotros siempre.

El tercero, añade a los matices anteriores, una clave profunda del verdadero amor a Dios. “dulce y concreto estás, Secreto mío”.

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