Las palabras con las que inició su pontificado el hoy beato papa Juan Pablo II fueron un grito de exhortación a la confianza en Cristo: “¡No tengáis miedo!”. Palabras inspiradas por el Espíritu, como el mismo Papa confesó en más de una ocasión, y que nos aseguran que la fe es victoria que vence al mundo. No debemos tener miedo, porque el ser humano ha sido redimido por Dios. Este ha sido el corazón del pontificado de quien había de conducir a la Iglesia al tercer milenio.
La Redención es el cimiento de la historia humana, que mira a Cristo como Señor del cosmos y de la historia. El poder que brota del prodigio amoroso de la cruz de Cristo y el triunfo de su Resurrección son más fuertes que todo el mal del que el ser humano podría tener miedo. Juan Pablo ha sido testigo tenaz y firme de esa esperanza: “Dios ha amado al mundo. Lo ha amado tanto que le ha entregado a su Hijo único” (cfr. Jn. 3,16) “¡No tengáis miedo!”.
En el libro Cruzando el umbral de la esperanza, el beato Juan Pablo II explicaba que en un primer momento podía ser el comunismo y su imposición totalitaria hasta el ateísmo y la aniquilación del hombre la ocasión de grandes temores de los cuales, por experiencia, era consciente él mismo.
Pero, añade, podría afirmarse también que la causa del miedo es cuanto el hombre ha producido para idolatrarse a sí mismo y dañar a los más indefensos. Hoy son grandes los temores que suscita la proliferación de un relativismo que iguala la verdad y la mentira, el bien y la maldad. Un relativismo que niega el ser y su fundamento, y deja vía libre al poder destructivo (¿en nombre de qué podría éste ser detenido?). Hoy el totalitarismo se viste de guante blanco y bajo máscara de modernidad, progreso y bienestar, tiene como objetivo prioritario desarraigar a la sociedad de su fundamento -el orden moral establecido por el Creador- y acabar con la Iglesia de Cristo. Tampoco en esto es nueva la historia.
Pero asumida desde la fe en el Señor, la historia no puede ser ciega y despiadada. El mal, el egoísmo, la falsedad no tienen la última palabra. Juan Pablo II estaba convencido de que el tercer milenio daría paso a un nuevo Adviento de la humanidad. Y la razón profunda de esta esperanza era que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa, que tiene las llaves de la muerte y de los infiernos, que es el Alfa y el Omega de la historia del hombre y de la historia de cada hombre. Alguien que es Amor, Amor hecho hombre, Amor crucificado y resucitado. Amor eucarísticamente presente entre los hombres y fuente incesante de perdón y comunión. Ese Alguien es el único que puede afirmar: “¡No tengáis miedo! Soy Yo”. Es Cristo, el Redentor del hombre.
Dios quiere la salvación del hombre, quiere el cumplimiento de la humanidad según el plan de amor por Él mismo soñado. El grito de victoria proclamado por el pontífice es una afirmación segura y cierta de que la vida tiene sentido, a pesar de todo.
Juan Pablo II, hoy beato y modelo de santidad para nosotros, no se limitó a gritar la evidencia de su amor confiado a Jesucristo. Llevó su confianza hasta las últimas consecuencias del anonadamiento por la enfermedad y el sufrimiento. Su amén a la voluntad de Dios, su hágase fiel hasta el final, son también un grito de amor hecho donación hasta el agotamiento consumado.
Ese grito que siempre recordaremos -“¡No tengáis miedo!”- es el grito mismo de Dios que Karol Wojtyla hizo argumento de su vida.