Calidad de vida

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Mansión
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Es esta expresión otro de los mantras de nuestra cultura vigente. Era el argumento que me daba hace días una pizpireta profesional para justificar su puesta de perfil ante una propuesta de compromiso solidario: no le parecía justo poner en riesgo su actual calidad de vida… Es la expresión que oí recientemente a cierto matrimonio joven: “Al final, nos hemos decidido a tener un hijo. Sabemos que tendremos que renunciar a la calidad de vida que hemos tenido hasta ahora, pero ya nos apetecía tener familia…”. Y al pobre anciano le han convencido de que no importa vivir más tiempo, sino con más calidad. Por eso le han buscado un asilo cinco estrellas y andan detrás de él a ver si firma el testamento vital…

Pero ¿qué es eso de la calidad de vida? ¿Qué es una vida con calidad? Diríase que en muchas de las propuestas de calidad de vida del mercado actual de las ideas, se trataría de la calidad descrita en “Un mundo feliz” por Aldous Huxley: hay “soma” a discreción, nadie tiene vida interior, nadie ama, nadie tiene ideales, nadie se toma en serio la religión, la familia ha sido abolida, Shakespeare o Bach son unos extraños y, lo que es más sintomático, nadie, salvo John el Salvaje, (por eso es salvaje en esa sociedad) echa de menos tales cosas: todos están sanos y satisfechos. Tienen un alto nivel de calidad de vida. Como afirma el bioético Leon Kass “los individuos deshumanizados al estilo de “Un mundo feliz” no son desgraciados, no son conscientes de su deshumanización y, peor todavía, aunque lo fuesen no les importaría. Son, de hecho, esclavos satisfechos con una felicidad servil”. Posiblemente, el mayor refinamiento del mal se produce cuando se funde y se confunde con el bienestar social en el que todos obtienen lo que desean en forma de satisfacción de derechos por los que velan diligentemente unas instancias administrativas dedicadas a garantizar que el lapso de tiempo entre la aparición de un deseo y su satisfacción sea mínimo.

Decía clarividentemente Juan Pablo II en su discurso a los participantes al XI Congreso de la Pontificia Academia para la Vida (21-23 febrero 2005): “sobre el perfil de una sociedad del bienestar, estamos favoreciendo una noción de calidad de vida que es al mismo tiempo reductiva y selectiva”. Reductiva por cuanto la vida termina siendo definida como la capacidad de sentir placer -que hay que buscar por encima de todo-, y de sentir dolor -que hay que evitar a toda costa-, tal como preconiza uno de los actuales santones de la ética utilitarista, Peter Singer. Selectiva, porque, vinculada la calidad de vida al bienestar, el dinero se convierte en selector de las especies productivas y consumidoras. En último término resulta paradójico que buena parte de las medidas vigentes de calidad de vida se expresen hoy en unidades de deshumanización.

Pero el «qualis” (calidad), el “qué” o sustancia, de la vida humana se refiere al conjunto de propiedades inherentes a ella en cuanto vida humana, que permiten juzgar su valor. Y el contenido más genuino de la vida es la realidad, no el placer. Realidad que está tejida de placer y de dolor, de expectativa y de frustración. La calidad de vida humana si ha de hacer justicia a la realidad de lo que es, debe hacer referencia no al bien-estar, sino al bien-ser de lo que es: vida humana. No hay necesariamente más ni mejor calidad de vida en esa familia que vive en un confortable chalet de trescientos metros cuadrados con bucólicas salidas al campo, que en aquella otra de la buhardilla en el ruidoso arrabal de la ciudad. No hay necesariamente más calidad de vida en la espectacular residencia de ancianos donde no falta absolutamente nada para la atención de la dependencia que en el modesto hogar de menguados recursos donde todos han tenido que estrechar su espacio vital para dar cabida a la abuela. No tiene más calidad de vida mi presumida profesional dedicada exclusivamente a sacar brillo a su status social que la vida de esa otra que anda dando tumbos para encontrar un modesto empleo que nunca llega. Es necesario mirar por dentro, como aconsejaba el Principito, para encontrar la almendra de la calidad. Es preciso calibrar cuánto hay de humano en acto en una vida para juzgar la calidad de la misma. Y lo que hace que una vida humana sea una vida de mayor o menor calidad, en consecuencia, es la presencia del amor. Valgo cuanto amo; pero, sobre todo, valgo cuanto soy amado. Por ello me resulta tan difícil entender la calidad sin familia. Por más que se pretenda subrogar a ésta por el estado del bienestar.

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