Juan Pablo II, para superar abismos de odio y ambiciones y restaurar en el mundo el carácter sagrado del amor y de la vida, espera impaciente vuestra «activa, concreta y generosa aportación a la Consecratio mundi«. Estáis como laicos «llamados y destinados a eso por vuestra participación en el sacerdocio de Cristo por el bautismo y la confirmación». Os marca el camino: Vivid vuestra consagración en «vuestra experiencia personal y profesional, en el ámbito de la sociedad civil y en vuestras obras de apostolado».
En su carta del I de diciembre de 1980, al dirigirse por primera vez a la Cruzada, os exhorta a esto. Os pide algo superior a vuestras fuerzas: «Conciencia creciente de las exigencias de vuestra vocación eclesial», pero os invita a mirar confiados a «María, Madre de Cristo y de la Iglesia». Quiere que la toméis como Madre imitando su ejemplo, «en obediencia de fe a Cristo mi Señor».
Meses después, en aquellos setenta y cinco días de hospital, cuando el papa mártir pasó del riesgo de la muerte al de una minusvalía permanente, os lo recordó. En medio del dolor y del agobio de la enfermedad, quiso que escuchaseis su voz fatigada y anhelante que, abandonándose en la Virgen, decía, desde la sala reanimadora en que se encontraba: «Totus tuus ego sum, Maria«.
El cruzado, ocultándose entre los simples laicos, convertirá en realidad la esperanza de Juan Pablo II: «El papa confía en los seglares españoles y espera grandes cosas de todos ellos para gloria de Dios y para la salvación de los hombres». Colabora con el Pontífice para que no caiga en el vacío su exhortación «a todos los seglares a asumir con coherencia y vigor su dignidad y responsabilidad».
Tu presencia activa es lo que espera el mundo de hoy. Sabe bien que con la perfección sublime a que ha llegado con sus investigaciones y técnicas, ha alcanzado una cumbre tras la cual aparece ya aterrador el vértigo del abismo. Un mundo antropocéntrico gime esclavizado por el hombre mismo. Se da cuenta de que se autodestruye. Quiere subsistir. Aprisionado en la materia, se asfixia. Necesita oxígeno de espíritu.
El mundo en que vives está esperando tu actuación. Necesita, quizás como nunca, espiritualizarse. Pide a gritos que vivas tu vocación secular. Exige que con tu vida consagrada le des ese «suplemento de alma» que tantos reclaman, y que es el único capaz de darle la salvación.
El mensaje que el mundo espera de ti es éste. Necesitas vivirlo con esa valentía y decisión, con esa seguridad y convencimiento con que Juan Pablo II se presenta siempre. Persuádete. Por muy solo que aparentemente estés, eres Iglesia, Cristo prolongado y extendido.
Posees la verdad, no sólo sobre Dios y la Iglesia, sino sobre el hombre mismo «frente a tantos humanismos frecuentemente cerrados en una visión del hombre estrictamente económica, biológica y psíquica».
Mirando al papa sientes imperiosamente el «derecho y deber de proclamar con claridad y sin ambigüedades… la verdad sobre el hombre», que recibiste de Aquel que «sabía lo que hay en el hombre» (Jn 2,25). Te animará a hacerlo, como a Juan Pablo II, «la seguridad de estar prestando el mejor servicio al hombre».
Tu vocación laical pide que anuncies al mundo con tu vida y palabra lo que más necesita para subsistir y engrandecerse: «La verdad completa sobre el hombre, que es eje de la doctrina social de la Iglesia y raíz de su verdadera liberación”.
Tesoro escondido