La crisis que padecemos y que está en boca de todos, no es sólo la amenaza de bancarrota para empresas privadas, instituciones públicas, familias o individuos. Hunde sus más profundas raíces en la falta de auténticos educadores que orienten a niños y jóvenes al bien, la verdad y la belleza auténticas.
No es cosa de hoy. El cáncer minaba hace décadas la entraña moral y social de muchos países. Pero no queríamos verlo. Cincuenta años después, la dictadura del relativismo ha corrompido sensibilidades y obnubilado inteligencias. Se sigue pensando que el principal problema de nuestro tiempo es económico. Y no. Es sobre todo un drama moral y espiritual. El papa Francisco, a los pocos días de iniciar su pontificado, denunció dos cosas: la visión por la que el hombre se reduce a aquello que produce y a aquello que consume, y la dictadura del relativismo que hace a cada uno medida de sí mismo y pone en peligro la convivencia porque no puede haber verdadera paz sin verdad.
Tomás Morales lo advirtió también con claridad. Algunos le consideraban un exagerado pero, en realidad, él y unos pocos más – a este lado de la trinchera, permítaseme la expresión- supieron ver a lo lejos las consecuencias de la mediocridad, del mero interés crematístico y la superficialidad con que la educación y la profesión docente se habían ido desnaturalizando. Al “otro lado”, sin embargo, personas y grupos procuraban hacerse con cátedras y puestos de enseñanza, seguros de apoderarse de las riendas de la sociedad, con un afán predominante: erosionar la conciencia moral y espiritual -cristiana en muchos casos- de numerosos países.
El padre Morales buscaba en la historia ejemplos que ilustraran su convicción. Recordaba el “error de Constancio”, emperador romano (337-361) en el que han incurrido tantos gobernantes que permitieron que las cátedras cayeran en manos de profesores de ideología anticristiana. Pensaba Constancio que bastaba con clausurar los templos paganos, prohibir sacrificios idolátricos, decretar la pena de muerte para los que practicasen el paganismo, dejando, en cambio, a cargo de sofistas paganos y filósofos neoplatónicos la dirección de los estudios superiores y la educación de los dirigentes. Y advertía también el P. Morales acerca de las ideologías totalitarias o pseudoliberales que desde los días de la Ilustración o de Napoleón tratan de monopolizar la escuela esclavizándola a la política.
Benedicto XVI lanzó un grito de alarma ante la “emergencia educativa”, y Pablo VI afirmaba ya en los años 60 que la educación de la juventud era el problema fundamental de la acción pastoral, concluyendo que hacían falta educadores de caracteres fuertes, constantes y activos, capaces de asumir la profesión docente como un auténtico y decisivo apostolado. Con ello también lanzaba una advertencia a las familias cristianas.
La salida de la crisis actual, crisis antropológica, moral y de sentido, si ha de ser eficaz y duradera, ha de centrarse en la educación integral de la juventud. Hacen falta maestros bien formados, con ideas claras acerca del bien y del mal, conscientes del gran valor de su vocación docente. He aquí a los auténticos misioneros que necesita nuestro tiempo: la nueva evangelización pasa por suscitar auténticos maestros y educadores, profesores, padres y madres de familia. Hay una misión más estable y menos ruidosa, más fecunda y duradera, más radical y trascendente. Es la que ejerce el maestro -docente o padre- cristiano y consecuente.
Evangelizar el mundo de la enseñanza es tarea apasionante para un cristiano; suscitar y animar vocaciones a la educación entre los jóvenes mejor preparados, una urgencia ineludible.