Por Juan Gutiérrez del Pozo
Si preguntáramos en la calle al ciudadano normal por qué se celebra el 12 de octubre el día de la Hispanidad, o por qué Santiago apóstol es patrono de España, o por qué la Inmaculada es día festivo todos los años, lo más probable es que se encogiera de hombros y poco más. Y si es un adolescente, posiblemente, el gesto de desinterés lo diría todo.
Por otro lado, estamos asistiendo en la vida pública a una confrontación extrema y continuada sobre el valor de España, en que su supervivencia como unidad política multisecular parece estar fundada solo en el peso de la ley (la Constitución), frente a la que se alzan reivindicaciones emocionales y sentimentales, al abrigo de las libertades y derechos democráticos que el propio Estado español garantiza.
Curiosamente, en el
debate ideológico de fondo, a menudo
se olvida que si España no es un bien común de los pueblos que la componen, si
sus ciudadanos no advierten las herencias de donde vienen y no están dispuestos
a vitalizarlas como riqueza compartida, entonces es muy posible que los «hechos
diferenciales» de algunos de sus integrantes se tornen causas de crisis y
disolución.
¿No es esto lo que nos está pasando?
Un poco de historia
La realidad histórica de España es muy antigua. Sus orígenes se remontan a la creación de la monarquía visigoda, que basaba la unidad política de Hispania en la homogeneidad cultural y religiosa de los pueblos que la habitaban, de manera que la herencia romana predominante constituía el fermento de transformación de la identidad germánica de la minoría dirigente visigoda. Fue el III concilio de Toledo (589) el marco en que se selló, bajo el liderazgo de la Iglesia católica, esta primera configuración de España.
Tras la «pérdida de España» que la invasión musulmana de 711 causó, la reacción emancipadora de los reinos del norte contra Al-Andalus tuvo una justificación doble e interrelacionada. Por una parte, se pretendía la recuperación de la unidad visigoda, y por otra se apostaba por la identidad cristiana que enlazaba los reinos peninsulares con la primera Europa que por entonces se iba forjando con el nombre significativo de Cristiandad, porque la nueva cultura y los valores sociales emanados de los grandes principios de la fe, impregnaban progresivamente todas las esferas de la actividad humana de Occidente. El proceso de reconquista española es, sin duda, el hecho más significativo de nuestra Edad Media y un caso insólito, pues no existe en el mundo otro país configurado durante siglos por el Islam y su cosmovisión, que haya vuelto a recuperar su identidad anterior. Ello explica que en nuestra historia posterior haya prevalecido un catolicismo militante como seña de España.
Con la culminación de la reconquista (1492) por los Reyes Católicos, mientras se desgaja el primer jirón, Portugal, del colectivo que hasta ahora han significado los reinos hispánicos, se abre la gran hora de la acción exterior española: Coherentemente con su pasado, la conquista y colonización de América se concibe como una prolongación de la reconquista medieval y, por tanto, como la forja de la «prolongación» de España en las Indias occidentales. De este modo, y como recordó con admiración el papa san Juan Pablo II en su primera visita a España en 1982, gracias sobre todo a esa simpar actividad evangelizadora, la porción más numerosa de la Iglesia de Cristo habla hoy y reza a Dios en español.
Al mismo tiempo, la Monarquía Católica, término usado para España por la diplomacia de los siglos XVI y XVII, se convertía en la firme defensora política del catolicismo en el contexto de las guerras religiosas derivadas del «tsunami» que significó la explosión del protestantismo, y en el bastión de la Cristiandad frente al imperio musulmán otomano que desde el oriente turco amenazaba Centroeuropa y el Mediterráneo. Al mismo tiempo, en su interior, España vivía su edad de oro de la cultura, firmemente anclada en sus valores católicos, que en El Quijote alcanza una cumbre universal y clásica de la visión humanista y cristiana del ser humano.
Curiosamente, los avatares del siglo XVIII plantean por primera vez el tema de la decadencia de España, a tenor del recorte territorial de nuestro imperio europeo (por los tratados de Utrecht, 1713) y del agotamiento de recursos económicos y humanos que la misma política exterior ha conllevado en el siglo anterior. No obstante, España muestra capacidad de recuperación en todos los órdenes en la segunda mitad de este siglo y en el ámbito cultural alumbra una «ilustración cristiana» que no encontrará seguidores.
El siglo XIX y el primer tercio del XX verán crecer el debate sobre la identidad católica de España. El «problema» de España trasciende los asuntos estrictamente económicos (escasa industrialización) y políticos (organización centralista del Estado liberal) para convertirse en una pugna ideológica sobre el ser de España, su historia y su cultura, en que se enfrentan básicamente dos posturas: La revolución que viene en oleadas sucesivas (liberal y socialista) del occidente europeo con su conciencia crítica y su aspiración a crear «otra» España, y la vitalidad que, en maneras diversas, muestra la herencia católica del pasado. Una parte de las raíces del terrible enfrentamiento de la guerra civil se vislumbra aquí.
La memoria histórica
¿Es conveniente y posible para España encontrar un remedio a este conflicto entre la tradición que la ha hecho reconocible en su historia y un presente tan plural y fragmentado?
Creo que es una empresa necesaria y vital en la que se juega mucho más que un destino político. Las colectividades, como las personas, no pueden vivir sin memoria (pasado y raíces) ni sin esperanza (promesa de futuro). Del pasado, del mejor pasado, reflexionado y asumido, sabiendo cerrar con tiento sus heridas y frustraciones, se obtiene la savia y la energía para resolver los retos del presente y caminar confiados hacia el porvenir.
Si asumimos con sinceridad nuestro pasado colectivo, no podemos dejar de reconocer que la secular historia de convivencia compartida de todas las regiones y pueblos de España, es un valor decisivo de nuestro presente y que, como ya recordó en 2006 la Conferencia Episcopal Española, existe «una responsabilidad respecto al bien común de toda España […] (porque) ninguno de los pueblos o regiones que forman parte del Estado español podría entenderse, tal y como es hoy, si no hubiera formado parte de la larga historia de unidad cultural y política de esta antigua nación que es España». Por lo tanto, tenemos raíces.
Ahora bien, el pasado no viene con su propio manual de instrucciones. El desentrañamiento de sus porqués, de sus caminos y sus bifurcaciones, no es tarea de eruditos. Todos los ciudadanos de un país contamos con un conjunto de tradiciones y elementos básicos que posibilitan reconocernos y reconocer a nuestros abuelos. Por tanto, eso que hoy está tan en boga, la memoria histórica, es un componente decisivo de la vida pública, y todos tenemos el derecho y el deber de contribuir a su configuración. Para ello, hoy se hace necesario reaccionar frente a la ideologización y el falseamiento de la historia que, en el caso que estamos comentando, se empeña por subrayar lo propio y singular en contraposición con lo compartido o por construir lo diferencial como fragmento segregado selectivamente de lo compartido.
Alma y corazón
Ahora bien, hay un tema si cabe más profundo y decisivo: «¿Tiene alma España?» En el contexto de la civilización que compartimos con el resto de los países de Europa, ¿hay algo que nos define en profundidad, que singulariza lo español?
Esta cuestión ha hecho correr ríos de tinta entre pensadores y ensayistas nacionales y extranjeros. Pienso que en todo caso no puede ignorarse que el sentimiento nacional español ha estado hondamente marcado por la religiosidad católica.
Es imposible entender nuestro pasado sin la referencia a la «explosión de lo divino» (Bennassar) que ha caracterizado tantas empresas y personalidades del proyecto histórico de España. Piénsese en el bélico «Santiago y cierra España» de nuestros Tercios, en la defensa de la Inmaculada de nuestros doctores y Universidades, en la «lucha por la justicia» (Hanke) en la colonización de América que «adoptó en España, desde mediados del siglo XVI, mayores dimensiones que en cualquier imperio transoceánico» (Payne), basada en la nueva escuela teológico-jurídica de Salamanca, que alumbró los principios del derecho internacional.
Parece también imposible pensar en el legado cultural y artístico español sin advertir la difusión universal de nuestros místicos santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, o la divulgación popular de las imágenes piadosas de pintores e imagineros, sobre todo del Barroco, que alcanza su máximo fervor espiritual y un efecto inigualable de teatralidad y fascinación al trasformar nuestras calles en otras Vías Dolorosas en las procesiones de Semana Santa.
El reto del presente
Es legítimo que los católicos españoles miremos con sano orgullo la aportación fructífera y bienhechora, más allá de los claroscuros de toda obra humana, que el catolicismo ha propiciado en nuestro pasado.
Conviene también que valoremos y reconozcamos otras huellas más recientes e igualmente fecundas, que confirman el importante y secular papel de la religión, no circunscrito exclusivamente a ser guía moral o cultural de gran parte del pueblo español. Por poner un solo ejemplo: Casi todas nuestras Cajas de Ahorros provinciales, hoy tristemente desaparecidas, y Cajas Rurales nacen con el catolicismo social en torno a los inicios del siglo XX. Pero no debemos quedarnos anclados ni en la arqueología, ni el panegírico, ni en el lamento.
El reto actual es vivificar la herencia católica en un contexto muy distinto: Nuestra España forma parte hoy de un espacio social occidental plural y secularizado, en el que los católicos debemos insertarnos sin complejos, desde el respeto de la libertad legítima de todos los actores sociales.
No es tarea sencilla ni de corta duración. Exige opciones valientes basadas en fuertes convicciones personales, lleva tiempo, formación en vida interior y asociacionismo de los laicos para evitar un individualismo que esteriliza cualquier acción.
Pero los tiempos lo reclaman: Hay que dar urgente respuesta a los desafíos presentes desde el carácter trascendente y comprometido («encarnado») que el pensamiento católico ha impregnado el «alma de España». Lo demanda la pérdida progresiva de la conciencia del carácter sagrado de la vida humana, del valor social insustituible del matrimonio y la familia, del destino universal de los bienes (económicos) y la solidaridad, y un largo etcétera.
Como nos decía san Juan Pablo II en la despedida de su primer e inolvidable viaje a España: «Con mi viaje he querido despertar en vosotros el recuerdo de vuestro pasado cristiano y de los grandes momentos de vuestra historia religiosa […] Sin que ello significase invitaros a vivir de nostalgias o con los ojos sólo en el pasado, deseaba dinamizar vuestra virtualidad cristiana. Para que sepáis iluminar desde la fe vuestro futuro, y construir sobre un humanismo cristiano las bases de vuestra actual convivencia. Porque amando vuestro pasado y purificándolo, seréis fieles a vosotros mismos y capaces de abriros con originalidad al porvenir».
Todo un programa de vida.