Por Eloy Bueno de la Fuente, presbítero
Al cumplirse cien años de las apariciones de la Virgen María en Fátima estamos en un momento adecuado para comprender el significado de aquellos acontecimientos a la luz de su papel en el misterio cristiano. Desde esta perspectiva se puede encontrar el aliento genuino y auténtico para las numerosas devociones dirigidas a la Virgen de Fátima.
Fátima es un fenómeno complejo, que ha sido interpretado desde ángulos y desde intereses ideológicos muy diversos: como una derivación de cultos precristianos, como un oráculo divino para anunciar catástrofes cósmicas, como un medio de denunciar los males de la Iglesia del presente…
La clave, sin embargo, se encuentra en la iniciativa de Dios, que no abandona a su pueblo peregrino en medio de las dificultades de la historia. La revelación y la salvación de la Trinidad han alcanzado su punto culminante en la Pascua, en la resurrección de Jesús. El cristiano no puede ver la realidad más que a la luz del Resucitado. En la gloria del Hijo se encuentra ya su madre María, que ha sido acogida en cuerpo y alma en los cielos para participar del triunfo de Jesús. En cuanto asunta y glorificada, María continúa y prolonga la acción maternal que ya en su vida terrenal había realizado en favor de los discípulos de Jesús.
El 8 de diciembre de 2016 la Conferencia Episcopal Portuguesa ha publicado una carta pastoral para conmemorar el centenario. Como punto de partida se apoya en un texto de la Cuarta Memoria escrita por Lucía que, a nuestro juicio, ofrece una clave fundamental. Se refiere a lo que sucede en la última de las apariciones de 1917, el 13 de octubre:
Desaparecida Nuestra Señora en la inmensa lejanía del firmamento, vimos al lado del sol a S. José con el Niño y a Nuestra Señora vestida de blanco con un manto azul. S. José con el Niño parecían bendecir al Mundo con unos gestos que hacían con la mano en forma de cruz.
Poco después, desvanecida esta aparición, vimos a Nuestro Señor y a Nuestra Señora… Nuestro Señor parecía bendecir el mundo de la misma forma que san José.
El ciclo de las apariciones se cierra con una bendición. Esa es la intención originaria de Dios, lo que brota de la gloria del Resucitado. Una bendición de Dios por medio de la Virgen es la gran herencia, el gran regalo de los acontecimientos de Fátima. En la aparición del 13 de junio de 1929 en Tuy, Lucía, en medio de imágenes de dolor y de sufrimiento, se vio envuelta por la visión de la Trinidad y leyó dos palabras en grandes caracteres: Gracia y Misericordia.
En medio de situaciones altamente dramáticas, cuando muchos contemporáneos estaban dominados por la angustia y la incertidumbre, cuando la fuerza del mal y del pecado parecía imponer su dominio, la Virgen María hace presente una bendición, que muestra hasta dónde llega la ternura de Dios hacia todas sus criaturas, que se condensa en el Corazón Inmaculado de María.
Ello no significa negar la existencia del mal, del pecado, de injusticias, de egoísmo y de violencia. Los tres pastorcillos la experimentaron de modo directo y, asimismo, en su entorno y en su país. El mal, sin embargo, no existe en abstracto, sino encarnado en personas concretas, por lo que siempre hay culpables y víctimas. Ellos percibieron con intensidad que esa situación, por un lado, ofendía a Dios provocándole un inmenso dolor, y por otro lado colocaba a los seres humanos en una situación de necesidad.
Y ellos no podían permanecer indiferentes ante esa situación. Por eso responden con una disposición sincera a la pregunta que les fue dirigida: ¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que os envíe en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?
Ellos vieron que los otros eran muy importantes, que no podían dejarlos abandonados en su soledad y en su necesidad, ni siquiera en su pecado.
El carisma de los tres pequeños pastores tiene una dimensión mística y una dimensión profética.
Tuvieron una profunda experiencia teologal, de la presencia viva de la Trinidad (que Juan Pablo II calificó de mística), a la cual le dirigen una de las oraciones más típicas de la espiritualidad de Fátima: Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os adoro profundamente… Y lo hacen en nombre de los otros y en favor de los otros: Dios mío, yo creo, adoro, espero y amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman.
A la vez tiene una profunda dimensión profética; en expresión de Benedicto XVI es la más profética de las apariciones modernas, porque desenmascara los múltiples rostros del mal y las actitudes perversas que provocan el hambre, la guerra, la pobreza, las injusticias, los odios…
Precisamente la invitación urgente a la conversión, a la oración y a la penitencia, a la renuncia al propio interés y al sacrificio en favor de los otros, pretende que los seres humanos puedan descubrir en toda su pureza ese amor. Ellos lo habían percibido en el corazón y en las manos abiertas de la Virgen, y es esa belleza y esa luminosidad el gran secreto que les empuja a oponerse al infierno, a los infiernos que se abren camino en nuestro mundo y destruyen la felicidad de los seres humanos.
Su testimonio y su mensaje recuerdan, en definitiva, que hay un bien más profundo, un amor más radical, capaz de transformar la realidad. Pero eso no se puede lograr más que a través de la libertad y de la cooperación de los seres humanos.
El carisma que compartían lo fueron modulando cada uno a su manera: Francisco, la contemplación y la hermosura de Dios y, por ello, el deseo de consolarlo; Jacinta, la identificación con Cristo y la inmensa compasión por los pecadores, lo que la empujaba a una actitud de entrega y de reparación; Lucía, como compromiso de testimoniar ante el mundo la gloria del amor de Dios manifestado en el Inmaculado Corazón de María.