Si alguien observara desde fuera a los españoles, podría llegar a la conclusión de que todos sabemos de futbol, de política y de educación. Respecto de esta última, al menos estamos de acuerdo en tres cosas: que la educación no funciona, que todo se soluciona con la educación, y que la culpa de la educación la tienen siempre otros.
Lo que ya no parece tan claro es qué entendemos por educación ni cómo podemos solucionarla, aunque no será por falta de propuestas. A pesar de todo, estamos convencidos, y con razón, de la importancia de la educación para el desarrollo social y personal.
¿Existen motivos para la preocupación?
Con relativa frecuencia aparecen en los medios de comunicación datos que sitúan la educación en España en puestos que no se corresponde con su lugar en el mundo. Así lo corroboran los datos y cifras del propio Ministerio, del Informe PISA, etc. Es lo que se denomina fracaso escolar.
En segundo lugar, también existe un fracaso formativo. Un tercio de nuestros jóvenes no poseen un título de Bachillerato o de Formación Profesional. Se encuentran en lo que en Europa se denomina “situación de riesgo social”, jóvenes sin ninguna cualificación profesional. Si hoy hubiera pleno empleo, un 15% de nuestros jóvenes no podría acceder a ello por falta de cualificación.
En tercer lugar —y esto es lo más preocupante— nos encontramos ante una crisis educativa que viene a añadirse al fracaso escolar y formativo señalados anteriormente. Podría consolarnos si nuestros jóvenes salieran sin título académico ni profesional, pero con una ilusión, una capacidad de trabajo en común, una resistencia al fracaso, una creatividad, un espíritu emprendedor y la conciencia de participar en un proyecto común. Como cualquiera puede percibir, lamentablemente no es así y esto se constata en cualquier debate o conversación informal en el que se aborde la situación educativa, no ya la escolar de nuestros jóvenes. Si miramos la mochila de valores que llevan nuestros escolares, constataremos el gran vacío que existe en muchos de ellos.
A título de ejemplo vemos cómo han desaparecido del vocabulario de nuestros jóvenes palabras tales como perdón, por favor y gracias. Tres palabras que expresan una actitud ante la vida: saber que no somos únicos, que necesitamos la ayuda de los demás, que podemos equivocarnos y, por tanto, que no somos creadores de las normas y valores morales.
Por el contrario, la educación actual, asentada en la filosofía de “su majestad el niño”, parece que ha inculcado en la sociedad la mentalidad de que el joven tiene todos los derechos y escasos deberes de los cuales, en cualquier caso, nunca debe rendir cuentas. Una educación así, asentada exclusivamente en el principio del placer, está asentando el fracaso de una vida personal y de cualquier proyecto de convivencia, ya sea en pareja, en grupo o en sociedad. La falsa felicidad que hoy creemos darle se convierte en garantía de sufrimientos personales y sociales en el futuro.
Inmediatamente debo señalar que la crisis no es tanto de jóvenes cuanto de educadores. Es cierto que los niños y jóvenes son más víctimas que responsables de esa educación, una sociedad adolescente que sobreprotege y que es incapaz de asumir responsabilidades. Tengo la impresión de que millones de adolescentes son educados por… millones de adolescentes, decía Mercedes Ruiz. Yo tengo la impresión de que actualmente la adolescencia es un periodo de la vida que empieza con la pubertad y termina… con la vejez.
Crisis de educadores, empezando por la familia, que unas veces por ignorancia, otras por incapacidad no educan a sus hijos. “No sabemos cómo educar”, es la queja más frecuente de los padres conscientes de sus obligaciones. Otros, sencillamente son inconscientes, juegan a ser colegas, privando así del insustituible padre y madre que todo niño necesita. La mayoría dice no tener tiempo, privando así del mayor legado e instrumento de educación a su alcance.
Padres permisivos que no valoran ni asumen la responsabilidad de ser padres y, en consecuencia, tampoco exigen responsabilidad a sus hijos. Esta actitud suele generar adultos irresponsables y con escaso autocontrol. Por un lado, colegas no le van a faltar; por otro, si el padre no ejerce como tal, otros ocuparán el papel vacante, con los peligros que conlleva.
Por todo ello, cabría pensar que en la últimas décadas nos hemos vuelto especialmente inútiles en la tarea de educar, a pesar de que nunca se ha hablado tanto de educación ni se han invertido más recursos.
Aunque eso fuera cierto —tal vez lo sea—, sin embargo, basta con profundizar un poco para darse cuenta de que la educación es un problema inherente a la condición humana. Como dice un novelista contemporáneo: La vida humana es el mayor derroche económico de la naturaleza: cuando parece que podrías empezar a sacarle provecho a lo que sabes, te mueres, y los que vienen detrás vuelven a empezar de cero. Otra vez enseñarle al niño a andar, llevarlo a la escuela y que distinga una circunferencia de un cuadrado, el amarillo del rojo, lo sólido de lo líquido, lo duro de lo blando…
Además, es una conquista que debe someterse a permanente revisión y actualización: quien no aspira a ser más de lo que es, acaba siendo menos de lo que era. Esto es un axioma válido tanto a nivel personal como social ya que el logro de éxitos por parte de una generación, no garantiza la posesión y perfeccionamiento para la siguiente.
La crisis de la educación es tan vieja como la propia humanidad. Nunca educar fue fácil, porque es una lucha contra la inercia, contra la ley de la gravedad, contra la vida cómoda. Pero hoy es más difícil que en otras épocas porque confluyen, además de las dificultades intrínsecas a la naturaleza humana —tanto del educador como del educando, las dificultades estructurales propias de una época de crisis profunda. Estamos en un recodo de la historia, creemos que el pasado no nos sirve y no sabemos muy bien qué queda por delante.
En resumen: si la educación es siempre un problema, la educación actual lo es mucho más. La crisis es más profunda porque aunque tenemos más información y recursos que nunca, no sabemos muy bien cuál es el lugar que ocupa cada elemento.
¿Existen motivos para la esperanza? Por supuesto, pero lo primero es ser conscientes de la enfermedad, del diagnóstico. En segundo lugar saber que esto tiene solución. Se necesitan educadores, y educadores somos todos, dispuestos a hacer algo más que quejarnos, asumir nuestra responsabilidad, para poder decir a nuestros nietos: Yo hice lo que pude. Por mí no quedó.
La educación hoy es un problema. La educación hoy es la solución y depende de nosotros. Veremos cómo en los siguientes números de Estar.