¡Hola, soy Anuncia!

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Se nos ha ido al cielo la hermana Anunciación, OCD. Su nombre de pila era Rosa Álvarez y en religión tomó el nombre de hermana Anunciación, Anuncia para la comunidad de carmelitas descalzas donde vivía.

Iba a cumplir el 15 de febrero, los cincuenta años de profesión religiosa; el 7 de enero Dios la llamó para celebrarlo definitivamente en el cielo.

Hemos querido dedicar un espacio especial a la hermana Anunciación en este número de Estar porque ella encarnó como pocos lo de “savia carmelitana” que el P. Morales puso como cimiento de los Cruzados.

La Cruzada de Santa María, tronco ignaciano y savia carmelitana, siempre ha tenido —y tiene— un permanente contacto con las almas contemplativas, todas, pero por alguna razón histórica, hay comunidades contemplativas (femeninas y masculinas) con una identificación especial.

Se puede definir a las almas contemplativas como esos seres privilegiados que pudieron escoger una vida “normal” de trabajo, fiestas, deportes, diversiones, ruidos, vanidades…, vestir ropas de marca y competir con las vecinas para aparentar; alcanzar fama y pasar a la historia con un renombre. Pudieron haber decidido crear una familia y disfrutar del abrazo de un hijo, crear un calor de hogar con un cómodo sofá y cálida calefacción.

Pudieron escogerlo, pero en vez de eso eligieron retirarse a un convento para vivir en silencio, sin ruido ni vanidades.

Ellos, los contemplativos, pudieron escoger y escogieron lo mejor; porque la sencillez y el silencio son la atmósfera que el amor necesita para que el alma brille.

Cuando Abelardo y la hermana Anunciación se conocieron comenzó una amistad que fue creciendo con el paso del tiempo hasta tal punto que Anuncia, así la llamaban sus íntimos, vivía para el Carmelo y la Cruzada. Sus dos grandes amores espirituales.

Nos consta el gran número de horas de oración y la mucha mortificación que la hermana Anunciación ofrecía por las intenciones de nuestra institución. Sufrió como pocos el momento duro que nos tocó vivir cuando el intento de división. Rezaba y se mortificaba para alcanzar la unidad. No lo entendía, sufría, oraba, callaba y confiaba. Y al final, cuando se hizo la luz, sonreía: “La Virgen no me podía fallar”.

Los que la trataron por teléfono tienen grabada en la memoria aquella voz argentina, casi infantil, diáfana, optimista y acogedora con la que contestaba a las llamadas telefónicas:

Ave María purísima. Hola, soy Anuncia. ¿Dígame?

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