«Lo que nunca puede faltar» (y II)

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Lo que nunca puede faltar. Ilustración: José Miguel de la Peña
Lo que nunca puede faltar. Ilustración: José Miguel de la Peña

Por Juan Rodríguez

(Continuación del número anterior)

Claves sobre la autenticidad de la vida cristiana a la luz de la Evangelii gaudium.

En una primera parte veíamos cómo uno de los ejes sobre los que gira la Exhortación Apostólica del Papa Francisco Evangelii gaudium es la grave advertencia que nos hace acerca del peligro de la mundanidad espiritual, que se da cuando la vida de aquellos que aparentemente poseemos sólidas convicciones doctrinales y espirituales [80] se diferencia poco o nada del mundo que nos rodea. Es el ejemplo de nuestra vida, guiada por el mandamiento del amor, el que da autenticidad a nuestra fe. La belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha [195] Ese amor, seña de identidad de la vida del cristiano, debe concretarse en nuestra actitud de entrega a quienes nos rodean y de forma específica a aquellos más necesitados.

Un error en el que podemos caer y que fácilmente nos llevará a relativizar esta exigencia evangélica es la reducción de la acción evangelizadora únicamente a la dimensión espiritual. El error contrario, del que ampliamente hemos sido prevenidos, consistiría en reducirla solo a su faceta asistencial, asemejando por tanto la acción de la Iglesia simplemente al de una gran ONG. Pero es la primera situación la que con más probabilidad se puede dar en nuestro entorno eclesial y podría esconder tras de si una visión dulcificada del Evangelio plasmada en una vida cristiana cómoda o aburguesada. No es posible separar el anuncio del Evangelio del amor al prójimo. Si no, estaría más cerca de un activismo proselitista que de su verdadero sentido: la entrega a los demás de nuestra vida y, con ella, de lo mejor que tenemos y podemos ofrecerles. Pero ese amor al prójimo abarca toda su persona y todas sus necesidades. Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien [199]. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad [177]. Sin la opción preferencial por los más pobres, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día [199].

En este mismo sentido, cabe relativizar este mensaje argumentando que nuestra labor o nuestro carisma tienen que ver solo con la atención a la pobreza espiritual, es decir, la falta de la dimensión espiritual o del conocimiento de Jesucristo en aquellos que no tienen por qué sufrir otros tipos de pobreza. También excusándonos en que en nuestro entorno no nos encontramos con otro tipo de pobreza más que ese. Aunque el sufrimiento humano y la exclusión pueden aparecer también en nuestro círculo más cercano (y debemos ser sensibles a ellos), en general la sociedad nos lleva a vivir en nuestra burbuja, con escaso contacto con esas personas a las que ella misma descarta y desecha. La respuesta del Papa es clara: no nos puede faltar jamás la “opción” (si opto por algo y no lo tengo cerca, voy a buscarlo) por los “últimos” (que no son habitualmente las personas con las que nos solemos relacionar). Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados (Lc 14,14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, ‘los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio’ [48].

En la Iglesia existen múltiples carismas y cada cristiano o institución eclesial debe ser fiel al suyo de la mejor manera posible, pero éste es para todos un carisma universal. No es posible dejarlo de lado aduciendo que en la Iglesia ya se encargan otros de ello. Es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo [194]. Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente [201]. Cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución… Fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos [207].

¿Qué presencia tiene en nuestra vida individual, familiar o de grupo esta “opción por los últimos”? Sin duda que estas palabras del Papa, que no hacen más que recordarnos uno de los aspectos esenciales del Evangelio, nos obligan a planteárnoslo muy en serio.

Sea como sea la forma en que se concrete, no olvidemos que esta “opción” es signo de autenticidad de la vida cristiana y, por tanto, abarca no solo una parcela de la vida o acciones aisladas, sino la vida entera de forma global y coherente. Cuando en los cristianos permanece viva la fuerza del Evangelio, ella transforma los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes de inspiración y los modelos de vida (E.A. Evangelii nuntiandi, Pablo VI). ¿Qué tipo de opciones o actitudes serían esas?

La limosna. Compartir lo que tenemos con los que lo necesitan no solo es un acto de generosidad. También lo es de justicia. De ahí que la conversión cristiana exija revisar especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común [182]. la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde [189]. Para los que vivimos en la opulencia de occidente, que acapara mucho más de lo que le corresponde, com-partir con los que lo necesitan es simplemente restituirles lo que es suyo. Ya Jesús en el Evangelio nos dejó claro que no se trata de dar de lo que nos sobra (Mc 12, 41-44).

La austeridad de vida. Muy relacionado con lo anterior: poco puede compartir quien gasta casi todo lo que tiene. Cuando tantos pueblos tienen hambre, cuando tantos hogares sufren la miseria, cualquier derroche, despilfarro o malgasto de dinero que pueda hacer cualquier gobernante o ciudadano se convierte en algo escandaloso y totalmente injusto (Pablo VI. Populorum progresio 53). Pero no se trata solo de evitar el derroche sino de una verdadera austeridad de vida. Si el 10% de la población del mundo acapara el 85% de los recursos, solo habrá para todos si quienes más tenemos somos capaces de vivir con menos. Hay que repetir que ‘los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás’ (Pablo VI. Populorum progresio 265) [190]. Como dice un lema de Cáritas: “Vive sencillamente para que, sencillamente, otros puedan vivir”.

Aquello de lo que hablamos traduce lo que se mueve en el corazón. ¿En qué nos formamos o de qué tratamos en las reuniones de nuestras comunidades cristianas? ¿De qué asuntos debatimos con los amigos o compañeros? ¿En qué luchas nos embarcamos, aunque solo sea con la palabra? La Iglesia escucha el clamor por la justicia y quiere responder a él con todas sus fuerzas [188]. En cada lugar y circunstancia, los cristianos, alentados por sus Pastores, están llamados a escuchar el clamor de los pobres [191]. Si no somos altavoces de este “clamor” y no luchamos por ello aunque solo sea con la palabra, puede ser que estemos viviendo como si los pobres no existieran. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas [198]. En este sentido probablemente iban dirigidas las palabras del Papa cuando comentaba que hablamos mucho de unos determinados temas y muy poco de otros que son igual o más importantes.

El examen de nuestro amor. El mensaje evangélico acerca de qué es lo que al final verdaderamente importa es claro: “Venid benditos de mi Padre… porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era forastero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 31-36). “…cuanto hicisteis a alguno de esos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Siempre la Iglesia ha identificado a esos “hermanos míos más pequeños” con los pobres, débiles y sufrientes.

Hemos planteado actitudes concretas en las que se puede reflejar en nuestra vida la opción por los más necesitados. Pero la respuesta a esta llamada universal implica una entrega de al menos parte de nuestro tiempo, cualidades y energías… el pedido de Jesús a sus discípulos: ‘¡Dadles vosotros de comer!’ (Mc 6,37), implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos [188]. Tanto la entrega concreta de nuestro tiempo como las actitudes que impregnan la vida en su conjunto son necesarias como signos de autenticidad de ese camino al que hemos sido llamados. El tiempo dedicado a una acción social, voluntariado o una limosna que no nos supone nada, podrían reflejar solo un intento de tranquilizar nuestra conciencia si no se acompañan de otras actitudes que confirmen que estamos ante un compromiso que implica la vida entera. En cuanto a todo aquello que suponga nuestra dedicación y tiempo, no es necesario concretar mucho pues, aunque hablemos de un carisma universal, Dios llama a cada uno a plasmarlo de una manera personal y única, que puede incluso variar según nuestras circunstancias. Por eso nunca deberíamos juzgar a otros por lo que hacen o dejan de hacer en este sentido, sino preocuparnos por no ser sordos a la tarea a la que estamos llamados cada uno. Pero cuando habitualmente en nuestra vida personal, familiar o de grupo, no hay sitio ni tiempo para atender a los que más sufren, debemos plantearnos que algo falla, porque nos falta aquello que “jamás debería faltar”. Siempre estamos a tiempo de reorganizar nuestra vida personal o de familia, nuestras ocupaciones y prioridades, para hacerle sitio a aquellos a los que casi nadie tiene en cuenta.

Terminamos con unas bellísimas palabras del Papa Francisco en esta Exhortación Apostólica, que es sin duda un espléndido regalo para la Iglesia: Esta opción por los pobres —enseñaba Benedicto XVI— ‘está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza’. Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos… Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos [198].

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