Como quiera que la savia de los medios de comunicación es la actualidad, el director de Estar nos recuerda a los colaboradores que la LXVIII sesión de las Naciones Unidas declaró al año 2015 Año Internacional de la Luz. La resolución, lógicamente, hace referencia a objetivos grandilocuentes de cooperación internacional, fomento del desarrollo sostenible y del desarrollo científico y un largo etcétera de intenciones-pose para el almanaque.
Pero un educador no puede olvidar que nuestras actuales coordenadas culturales proceden en gran medida no de un año, sino de un siglo denominado de las Luces. Sin esas Luces seríamos algo distinto de lo que somos. Es cierto que a su claridad y calor germinó el moderno saber (sapere aude), el progreso científico, el nuevo ordenamiento social, la modernidad.
Las Luces, por otra parte, establecen una nueva perspectiva para mirar la realidad: sólo lo que cabe en la ilustrada razón humana y más tarde en la ciencia positiva es real. La realidad queda simplificada a través de la certeza racional o de la verificabilidad científica. A partir de ese momento se comienza un proceso de sustitución de la religión entendida como relación o religación con lo divino por la relación con el conocimiento. No hay más poder que el poder del conocimiento y en él está la salvación.
La fe en la razón disponible del hombre y en la ciencia instaura un nuevo tiempo de antropocentrismo egotrópico que destierra toda trascendencia. Se abre así un tiempo de “desfundamentación”, como dirá Zubiri y queda el pensamiento atrapado en la inmanencia que, más pronto que tarde, le conducirá al nihilismo.
La historia de la modernidad, iniciada con las Luces de la Ilustración, es la historia del deslumbramiento del árbol de la ciencia anunciado en las primeras páginas del Génesis; del alucinamiento producido por el poder de la razón por el que el hombre moderno queda cautivado (más bien cautivo) en la oscuridad de un autocentrismo sin salida.
Quizás todo empezó con la sustitución del saber como contemplación de la verdad, en versión de Platón, por la atrevida proposición de F. Bacon de que “el saber es poder”. Se inicia así un tiempo en el que la razón aparta con desprecio a la religión como a una menor de edad en el mundo del conocimiento, mientras, por otra parte, no faltan antiilustrados apologetas de la fe que se alejen con medrosa desconfianza de la razón y de la ciencia.
Sin embargo convendría recordar aquel aforismo atribuido a Einstein: La ciencia sin la religión está coja; la religión sin la ciencia está ciega. San Juan Pablo II escribía: La ciencia puede liberar a la religión de error y superstición; la religión puede purificar la ciencia de idolatría y falsos absolutos. En el fondo es la advertencia de Habermas en diálogo con el entonces cardenal Ratzinger: fe y razón deben vigilarse mutuamente para evitar las patologías que pueden surgir en cada una de ellas si caminan incomunicadas.
Si el siglo de las Luces, pues, echó de casa a la revelación y a la fe para que ocupara su puesto la razón y la ciencia, dando lugar a la intrascendencia del mundo, la labor propia de los educadores cristianos comprometidos con el mundo consistiría en enseñar a sus educandos a reconducir la actividad de la razón al seno de una antropología integral, abierta a una trascendencia que se realiza en la fe.
En un alarde de “aggiornamento” oía hace poco a un locuaz clérigo que actualmente la teología tiene que aprender a leer la revelación bíblica a la luz de los resultados de las ciencias contemporáneas. Seguramente tenía razón, pero al hilo de su proposición me permito afirmar que es tan perentorio o más para un docente cristiano leer y enseñar a leer a sus discípulos las ciencias contemporáneas a la luz de la revelación bíblica. Sin complejos. Al fin y al cabo, como nos ha enseñado Benedicto XVI, conocimiento es todo cuanto el ser humano alcanza por medio de su capacidad racional y, por consiguiente, también es conocimiento el conjunto de informaciones que derivan de una fuente digna de confianza. Y el Dios que se revela lo es.
Pero se me ocurre pensar que quizás el campo de intersección, el espacio de validación de la fe y la razón, de la revelación y la ciencia sea la experiencia humana. Ahí adquiere valor de evidencia la categórica afirmación de Jesús: Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8,12).
Sólo desde esa experiencia humana se puede asumir la indicación del Señor que hoy nos estremece al mirarnos con tanta flojera, tibieza y debilidad: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres.
Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,13-16).