Las palabras de Su Santidad Benedicto XVI en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud de agosto del 2011 en Madrid, me han sorprendido una vez más por el delicado toque de intimidad con que apoya su reflexión al resaltar el rasgo psicológico de todo joven y en toda época: el anhelo de que su vida se escape de los modos vulgares de la existencia por un ideal superior.
Nuestro Papa no corría el riesgo de que se adentrase por los derroteros de la nostalgia y de la melancolía. Nada más lejos de su mirada serena que un canto a una etapa de la vida que, al exaltarla, sitúa en desdoro a todas las demás. Para una vida plena cada etapa tiene su grandeza y su entusiasmo. Benedicto XVI no hubiera halagado a los jóvenes, por ejemplo, con el «Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver» de Rubén Darío. Imposible.
Al leer su mensaje me ha emocionado recordar la denominación «Santo Padre». Sus palabras son las de un padre sabio que enseña y aconseja a sus hijos con los recuerdos que ha ido atesorando a lo largo de su vida, no sólo con lo leído, sino con lo vivido. Su experiencia se eleva a categoría universal.
Como antítesis me viene a la memoria el «Gaudeamus igitur». Siempre me ha parecido sarcástico el canto latino goliardesco con que se rubrican los más solemnes actos académicos. El himno invita al menos a los jóvenes, a salir en busca de los más primarios gozos de la vida:
«Gaudeamus igitur; iuvenes dum sumus. / Después de una divertida juventud, y una molesta vejez, nos poseerá la tierra.»
Por contraposición, las palabras de Benedicto XVI son profundas y enternecedoras. Una llamada a la esperanza y a una actitud optimista y sana. Debemos repetir sus palabras sin cesar: «¿Se trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente.»

Os traigo, también como contraste, dos cuadros de dos jóvenes pintados por Amadeo Modigliani, pintor bohemio, donde los haya habido, metido hasta la destrucción personal en los ambientes corrompidos del París de Montmartre donde la podredumbre moral y la miseria material asentaban sus reales por cualquier esquina. Murió a los 35 años, dejando una estela de seducciones y desesperanzas. La noche en que murió, su amante se arrojó desde un quinto piso. Murió ella y el bebé del que se encontraba embarazada de nueve meses. Ponderan, de sus cuadros, la delicada belleza de sus personajes femeninos, con cuellos como cisnes y rostros orientalizados. Yo sólo veo una tristeza infinita. Me ocurre lo mismo cuando contemplo los dos jóvenes, alicaídos, ensimismados, con una desesperanza radical, aún antes de ponerse a andar y llenar de sentido sus vidas. Es tremendo no saber para qué estamos aquí.
Estoy convencido de que Modigliani, al salir de Roma y dirigirse a París, haría suyas las palabras de Benedicto XVI: «Al pensar en mis años de entonces, sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad de la vida aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo. Queríamos encontrar la vida misma en su inmensidad y belleza.» Pero no es suficiente con sólo desear. El papa nos recuerda la cárcel que tuvo que dejar. Modigliani prefirió seguir «encerrado» y se destruyó.
«Durante la dictadura nacionalsocialista y la guerra, estuvimos, por así decir ‘encerrados’ por el poder dominante. Por ello, queríamos salir afuera para entrar en la abundancia de las posibilidades del ser hombre. Pero creo que, en cierto sentido, este impulso de ir más allá de lo habitual está en cada generación».
Al contemplar estos cuadros siempre me urge la misma apelación: ¿les hemos dicho a los jóvenes que esos profundos anhelos, son señal de que sólo el infinito, Dios, puede colmar nuestras ansias secretas?