Una de las maneras de banalización de Dios en nuestra cultura creo que ha consistido en su reducción a principios éticos.
El cristianismo, afirman algunos de estos reduccionistas, no es más que una manera de comportarse y su valor radica en la aportación que puede hacer a través del mandamiento del amor, a la gran creación ética de la humanidad. Ya intentó el maligno en los comienzos de la predicación del Evangelio desactivar el mensaje por reducción a la eficacia ética: -“di que estas piedras se conviertan en pan…”-.
El criterio de validez de la propuesta cristiana parecería proporcionarlo la capacidad de ésta para dar respuesta eficaz a las carencias materiales del hombre. Y a ello colabora, con la mejor de las intenciones, una apologética pacata que limita la aportación del cristianismo a las numerosas e, incluso, heroicas obras sociales.
Reduzcamos las preocupaciones de la Iglesia solamente al pan y la habremos convertido en uno más de los poderes de la tierra compitiendo con otras organizaciones terrenales por implantar órdenes sociales.
“Sucede hoy con frecuencia –acaba de decirnos Benedicto XVI en el motu propio Porta fidei– que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común”.
Probablemente sucede que la Iglesia y los movimientos apostólicos comienzan a perder el mundo que quieren evangelizar a partir del momento en que se hacen mundo, perdiendo de vista que el cristianismo es ante todo una fe entendida como la penetración en una reciprocidad, como el ligarse una mismo con el Dios del que procede todo sentido y que se puede experimentar en el hecho de estar unidos, como viene a decirnos M. Buber.
La loable labor de convertir las piedras en pan forma parte de la encomienda que Dios hace al hombre al entregarle el mundo después de su creación. Forma parte del núcleo de la vocación secular del laico. Y por eso venimos observando que, cuando las personas consagradas a hacer presente el misterio de Dios en su integridad se limitan a intentar convertir las piedras en pan, terminan en una secularización intrascendente, y entonces la sal se torna insípida.
Pero Jesús tampoco cedió a la tentación del quietismo: -“a sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevará”-. Si el cristianismo no consiste solamente en una ética social, tampoco es un refugio de confortable espiritualismo. No.
La caridad que conduce a amar a Dios es la misma que lleva a amar al prójimo. Habría que pensar que ese quietismo trascendentalista es otra forma de banalización de Dios.
Como lo es, frecuentemente, el activismo misionero desbocado bajo el señuelo de ganar el mundo para Dios. Satán sabía que era una tentación muy “apostólica”: “Te daré todos los reinos del mundo con su gloria si, postrándote, me adoras”. ¡Cómo atrae la gloria del éxito! Que todo el mundo siga la voz del Evangelio. Pero ¿a qué precio? Frecuentemente al precio de un dios a la carta de las modas, de las exigencias de los tiempos, de la reducción a puro espectáculo, de postrarse ante el príncipe de este mundo. Olvidamos que el Reino de Dios se anuncia en voz baja, en la intimidad del “alma a alma”.
El judaísmo, nuestra referencia germinal, todavía hoy nos sigue recordando que Dios es más grande que lo más grande al quietismo (“a sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevará), y al activismo misionero o evangelismo (“te daré todos los reinos del mundo si postrándote, me adoras…”).
Entiendo que el cristianismo es antes que una ética, una fe, lo cual supone vivir vuelto hacia Él, (como Él vive vuelto hacia el hombre). El, que no es una idea, sino una Persona.
Tengo la impresión de que, en su intento de convertir a Dios en algo irreal, e irrelevante, el pensamiento contemporáneo ha pretendido reducirlo a principios éticos. Es la línea de pensamiento, por ejemplo, de J. A. Marina en Por qué soy cristiano. “El cristianismo, dice, es un modo de comportarse, y no puede consistir más que en la puesta en práctica de la gran creación ética. Lo único que añade es la referencia privada a Jesús” (otros se refieren a Mahoma, a Buda, etc.) (pág. 151).
Desde luego, si el cristianismo no es más que una ética, habrá que convenir que desde esa perspectiva, todos los dioses son iguales…y daría lo mismo ser cristiano que un agnóstico observante.