Nos preocupan los síntomas destructivos que observamos actualmente en la familia. ¿Es algo específico de nuestros días?
Fue el 15 de mayo de 1994 cuando se instauró el Día Internacional de la Familia. Desde entonces esta fecha es la ocasión propicia para promover la concienciación y un mejor conocimiento de los procesos sociales, económicos, demográficos y espirituales que afectan a este importante núcleo de la sociedad.
Por su actualidad, reproducimos el comentario que Abelardo de Armas escribió con motivo del Año Internacional de la Familia en 1994.
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Estamos en el Año Internacional de la Familia. El Papa tiene una profundísima preocupación: salvar la familia. La institución familiar padece grave persecución. La estructura familiar se descompone. Hay que buscar remedios urgentes para tan grave problema, porque si la familia se destruye, es toda la sociedad humana la que acaba destruyéndose.
La familia es la única estructura humana donde se ama a sus miembros por lo que son y no por lo que tienen. En ella no nace el amor de mirar lo que tiene el hombre, sino de mirar lo que es: padre, madre, hijo o hermano.
La familia es un reflejo de Dios. Porque Dios es familia trinitaria. Y cuando se pone en peligro la institución familiar, se está atacando la concepción de la estructura en que Dios quiere que se desarrolle el ser humano. Se está minando el plan de Dios. Y todo lo que es ir contra la voluntad de Dios repercute en contra del hombre mismo.
Destruir la familia es destruir el concepto cristiano del desarrollo natural de la vida humana. Esto es lo que hay detrás de la persecución actual a la institución familiar, intentado romper su estabilidad y fecundidad.
Y ante tal problema debemos preguntarnos: ¿No estará la raíz en que el hombre ha roto su relación familiar con Dios?
Dios es mi Padre. Me ama. Y con tanto amor que para restituir la familia que Adán y Eva rompieron con el pecado, por el que entró la muerte en el mundo —y no olvidemos que la primera muerte humana fue de un hermano, asesinado por su propio hermano— envió Dios a su Hijo Unigénito, Jesucristo, que nos salvó muriendo, no matando.
Cuando Jesucristo, Verbo de Dios, vio destruida la familia humana soñada desde la eternidad en el seno del Padre, se abajó. Se hizo hombre. Y naciendo pobre y en suma pobreza, hasta ser reclinado en un pesebre, embriagó en amor nuestros corazones. Haciéndose pobre el que era rico, nos enriquecía con su pobreza.
Obediente durante treinta años a sus humildes padres, sepultaba nuestra soberbia y tendencia a gobernarlo todo sin someternos a nadie. Predicaba la locura de ser libre obedeciendo.
Tomando un niño entre sus brazos nos enseñó que quien se hace pequeño es el más grande en el Reino de los cielos.
En suma, Jesús ha roto todos nuestros esquemas humanos, faltos de fe y confianza. Pero hoy Dios llora en la tierra por esta falta de fe del hombre moderno.
Santa María, la madre que supo proteger al divino Niño de las asechanzas y peligros que le persiguieron desde su nacimiento, sea nuestro amparo y refugio.
Acudamos a Ella y no nos faltará luz y fortaleza para vencer y acertar en nuestro peregrinar hacia la Patria eterna.