La revolución del amor en la empresa

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Trabajando
Trabajando

El mundo del trabajo debe ser el mundo, no del odio, sino del amor. Pero sin el Evangelio esto no se puede conseguir (…) En los dos últimos siglos no escasearon —aunque hubiesen sido necesarios muchísimos más— trabajadores, técnicos y empresarios que, fieles a las enseñanzas del Evangelio y al Magisterio pontificio, han vivido sin violencias ni barricadas esa revolución del amor que, silenciosa y paciente como el agua, transforma desiertos en vergeles.

Léon Harmel, en Francia, con sus hilaturas de Val-le-Bois; Claudio López Bru, marqués de Comillas, en España; el conde Alberto de Mun, en Bélgica…, y tantos otros entre los patronos.

Fernando Bouxon, Guido Sixois, Carlos Bouchard y muchísimos más jocistas en Bélgica, Francia y otros países, enardecidos por Cardijn, sembraban amor entre sus compañeros en el ambiente marxistizado de minas, fábricas y oficinas. Obedecían a la consigna que Cristo les transmitía por aquel ejemplar sacerdote: «Tú —no yo—, tú, pequeño obrero, tienes que hacer una revolución espiritual que transforme el mundo».

El Hogar del Empleado, en Madrid, y otras organizaciones similares en el decenio largo que va de 1948 a 1960, podrían suministrar muchos ejemplos de empresarios y trabajadores que participaron en esta siembra de amor. Unos y otros viven convencidos de que el trabajo «es un acto de amor y se convierte en alegría: la alegría profunda de darse, por medio del trabajo, a la propia familia y a los demás; la alegría íntima de entregarse a Dios y de servirlo en los hermanos» (…)

El conde Alberto de Mun, y muchos con él, encontraron en los Ejercicios Espirituales la pista de despegue que los lanzó a cristianizar el mundo del trabajo. Hablando de los que el padre Adolfo Petit y otros jesuitas dirigían en Athis, escribe: «Nadie, si no lo ha experimentado, sabe lo que valen tres días pasados en la meditación, apartados del ruido, del cuidado de los negocios, dados a la reflexión, al leal examen de sí mismos. Me atrevo a afirmar que, tanto para la vida privada como para la pública, para los deberes de familia como para las funciones sociales, para los hombres de Estado como para los particulares, no hay más importante ni más saludable preparación. Allí se templaron, en la robusta educación del alma y de la inteligencia, caracteres que en adelante nada ni nadie logró conmover».

Un empresario catalán escribía después de practicados los Ejercicios: «Al principio de mi carrera profesional, cuando un obrero entraba en mi despacho, no veía más que un obrero, y le trataba como tal. Luego, cuando tuve responsabilidades familiares, vi en él algo más, y me dije: también él tiene mujer e hijos, y angustias mayores que las mías. Cuando por los Ejercicios fui conociendo a Cristo, amándole y tratando de imitarle, vi en aquel hombre al bautizado, al hombre de Dios, poseedor de inmensa dignidad. Entonces mi conducta para con él adquirió inmediatamente un nivel trascendente».


Extraído de Hora de los laicos, 2ª ed, pp. 344-348.

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