Por Tomás Santamaría Polo
Labrad y cultivad la tierra. No la destruyáis…
Una reflexión sobre la «encíclica verde» del papa Francisco
Lejos de ser una obra propia del hombre, la tierra precede al ser humano y le fue dada, como una herencia común, para labrarla y cuidarla (Génesis 2,15).
Aquí se nos dice explícitamente que el hombre puede, en efecto, trabajar la tierra para tomar de su bondad aquello que necesite, pero, en contrapartida, tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras. Es cierto que el relato del Génesis también invita al hombre a dominar la tierra (Génesis 1,28). Sin embargo, por «dominar» no se debe entender someter de manera salvaje y destructiva. Dominar quiere ser, en este caso, sinónimo de ordenar, dirigir y gestionar, conjugando vigor con cariño, como en el poder infinito de Dios.
Decía san Juan Pablo II que la contemplación de lo creado nos permite descubrir a través de cada elemento alguna enseñanza que Dios nos desea transmitir. Para el creyente, contemplar lo creado es también escuchar un mensaje silencioso ya que percibir a cada criatura cantando el himno de su existencia es vivir gozosamente en el amor de Dios y en la esperanza (Audiencia, 26 enero 2000).
La naturaleza es, por tanto, un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. Es precisamente la ternura del Padre lo que da a cada criatura su lugar en el mundo: amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que has hecho, porque si hubieras odiado algo, no lo habrías creado (libro de la Sabiduría 11,24).
Así lo afirma el papa Francisco en su carta encíclica Laudato si’. En ella, el papa aborda principalmente cuestiones de índole ambiental, en concreto el gran deterioro de nuestra casa común, entendiendo por «casa común» el planeta Tierra, y acuña en este documento la expresión de «ecología integral», es decir una ecología que integre el medio ambiente, el crecimiento económico, la justicia social y el bienestar de la humanidad. Por ello, dicha encíclica era ya conocida a los pocos días de su lanzamiento como «la encíclica verde».
En la encíclica, el papa Francisco denuncia ardientemente el evidente deterioro de la casa común y el uso abusivo que parte de la población mundial hace de los recursos de la naturaleza. Critica igualmente el criterio utilitarista de eficiencia y productividad para el beneficio individual, la cultura consumista, que da prioridad al corto plazo y al interés privado y la especulación y la búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente (n.159).
De entre las distintas acciones o comportamientos del ser humano en su relación con el medio ambiente, el papa Francisco alerta, en concreto, sobre cuestiones tales como la contaminación en todas sus facetas, la acumulación de desechos y residuos (muchos de ellos no biodegradables), la desertización, el deshielo de áreas hasta ahora congeladas, la escasez de agua potable y el desigual acceso a ella, la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de los recursos que, sin embargo, el ser humano va a seguir necesitando para vivir y desarrollarse.
Junto con el indiscutible derecho al agua potable, el papa Francisco lamenta profundamente la pérdida de biodiversidad debida, por ejemplo, a la sustitución de bosques de flora silvestre o humedales por monocultivos, a la reducción de la variedad ictiológica en los océanos por la pesca no selectiva o a la destrucción de las barreras de coral, que albergan cientos de especies de peces, moluscos, equinodermos y artrópodos.
Por otro lado, denuncia toda forma de explotación que, además de acabar con los recursos que la población local necesita para su subsistencia, erradique una identidad cultural forjada a lo largo de siglos y apela al diseño de una ecología cultural que valore, como tesoros de igual importancia para la humanidad, el patrimonio natural y el patrimonio cultural. El papa Francisco advierte que la desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal (n.145).
En resumen, el papa Francisco, al igual que los papas anteriores, apela a una nueva economía más atenta a los principios éticos y a una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia para poner fin al contexto actual en que las finanzas ahogan a la economía real (n. 109).
En efecto, el beato Pablo VI alertaba, en 1970, en un discurso a la FAO que los progresos científicos más extraordinarios, las proezas técnicas más sorprendentes, el crecimiento económico más prodigioso, si no van acompañados por un auténtico progreso social y moral, se vuelven en definitiva contra el hombre.
Por último, como ya fue advertido por san Juan Pablo II en la encíclica Centesimus annus, en vez de colaborador de Dios en su obra, el hombre ha suplantado a Dios. No habrá, por tanto, solución al problema ecológico mientras el hombre no vuelva a su sitio (n.37). La mejor manera de poner en su lugar al ser humano y de acabar con su pretensión de ser un dominador absoluto de la tierra, pasa por volver a proponer la figura de un Padre creador y dueño único del mundo porque, de otro modo, el ser humano tenderá siempre a querer imponer sus propias leyes e intereses.
Del mandato de dominar la tierra, tampoco podemos deducir un dominio absoluto sobre las demás criaturas. No hay que olvidar que el fin último de las demás criaturas no somos nosotros, sino que todas avanzan, junto con nosotros, hacia el término común que es Dios. En ningún momento se da en la Biblia asiento a un antropocentrismo despótico que rebaje a las demás criaturas.
Las criaturas de este mundo no pueden ser consideradas un bien sin dueño: todo es tuyo, Señor que amas la vida (libro de la Sabiduría 11,26). Por tener un mismo Padre, todos los seres de la tierra estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde. Tanto es así que, como queda dicho en la exhortación apostólica Evangelii gaudium, la desertificación del suelo es como una enfermedad para todos y cada uno de nosotros, y lamentamos la extinción de una especie como si de una mutilación se tratase (n.215).
La naturaleza es, por tanto, un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. Es precisamente la ternura del Padre lo que da a cada criatura su lugar en el mundo. En definitiva, el universo no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación, sino que es del orden del amor.