“Porque tú, Señor, eres bueno y perdonador,
(Salmo 86:5)
y grande en misericordia para con todos los que te invocan”
Explicaban a un chavalín la historia de Judas, su remordimiento y el triste final al colgarse de un árbol.
—Tú, si hubieras tenido la enorme desgracia de traicionar a Jesús, ¿habrías hecho como Judas?
—Pues sí.
Consternación.
—¿Habrías ido a colgarte como él?
—Pues sí, ya lo creo… Solamente que yo, en vez de colgarme de un árbol, habría ido a colgarme del cuello de Jesús suplicándole que me perdonase.
Indudablemente el niño no tenía un concepto teológico de la misericordia, pero intuía perfectamente lo que le decía su corazón: “Jesús me ama y, por eso, me perdona”.
Ya Clemente de Roma o san Clemente I, escribió a los corintios: El Padre bueno y misericordioso en todo siente aprecio por quienes le temen; con gusto y alegría concede muestras de su gracia a quienes acuden a él con corazón inocente.
La vida humana debe fructificar y renunciar a este supuesto nos aboca al nihilismo, al sinsentido de la condición humana. Y fructifica cuando practica la Regla de Oro: No hagas a otros lo que no quieras para ti.
Se trata de que en el día a día y con toda naturalidad, hagamos a los demás lo que uno, en las mismas circunstancias, esperaría y desearía de otras personas. Es decir, que la compasión, la empatía, el altruismo recíproco y la clemencia formen parte de nuestro diario actuar.
Pero tenemos un gran peligro para hacer vida esta regla de oro: el conformismo mundano de los cristianos.
En la misa matinal de Santa Marta del 31 enero 2015, el papa Francisco dijo: ¡Eh!, pero están ahí, quietos, y sí, son cristianos, pero perdieron la memoria del primer amor. Y, sí, han perdido el entusiasmo. Además, han perdido la paciencia, ese ´tolerar´ las cosas de la vida con el espíritu de amor de Jesús; aquel ´tolerar´, que ´lleva sobre sus hombros´ las dificultades… Los cristianos tibios, pobrecitos, están en grave peligro”.
Para huir de este grave peligro y movernos con naturalidad en la misericordia, tenemos un gran recurso: María. El Vaticano II formuló de la siguiente manera su amor maternal: Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada.
Con una Madre prototipo de una renovada cultura y espiritualidad cristiana de la misericordia, es fácil, a pesar de nuestras limitaciones y flaquezas, sentir el estado de ánimo audaz y confiado necesario para colgarnos del cuello.