Tengo la impresión de que el denominado respeto debido a la opinión ajena le ha concedido a la opinión un intocable derecho a circular con el máximo descaro e incluso a convertirse en fundamento de derecho con la sola condición de que sea opinión de los más. “Es mi opinión”, afirma el solemne tertuliano para blindar la última proposición de cualquier contraafirmación. “Aquí se respetan por igual todas las opiniones”, asegura el conductor del guirigay-debate del medio de comunicación que teme ser descalificado como autoritario si osa ordenar el calibre de las opiniones concurrentes. Pero, de verdad, ¿son igual de respetables todas las opiniones?
En primer lugar, una opinión no es una simple ocurrencia espontánea al hilo de un tema o de un hecho. Tampoco es una emoción o una volición-respuesta ante los estímulos factuales o ideológicos. La opinión es, ante todo un producto cognitivo elaborado, un juicio. Y un juicio surge de la relación, según un orden coherente y lógico, de conceptos; y los conceptos, a su vez, son producto de una elaboración abstractiva. Si la opinión, pues, no llega a la categoría de juicio, es un ante-juicio o prejuicio. Y el prejuicio tiene un componente de grosería y tosquedad nada respetables… Hay “opiniones” emitidas en el transcurso de una conversación que suenan como un regüeldo en medio de un ágape.
Las opiniones, para ser tales, deben estar fundadas en la razón. Y, habría que afirmar que, la primera condición para que sean respetables y dignas de ser escuchadas es que quien las emite tenga razones para justificarlas. Razones, no simplemente motivos. El Artículo 19 de la «Declaración Universal de los Derechos Humanos», dice que «todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión…”. Sin embargo, tal derecho presupone el uso previo de la facultad de construir razonablemente la opinión, es decir de pensar lógicamente.
Lo decía Kierkgaard: “los hombres son absurdos; jamás emplean las libertades que tienen, sino que exigen las que no tienen”. Reclamamos con frecuencia la libertad de opinión cuando no la tenemos y no hacemos uso de la libertad de pensamiento porque no queremos pensar disciplinadamente…
A muchos maestros empeñados en fomentar en sus educandos la libertad de expresión y el respeto a las opiniones ajenas habría que decirles que la primera labor es enseñar a sus alumnos a tener opiniones respetables por la calidad de su razonabilidad.
Por otra parte, parece de sentido común aceptar que no todas las opiniones se fundamentan en el mismo background informativo. No puede ser igual de respetable la opinión ocurrente del necio (ne scire) que la del erudito. ¿Por qué ha de ser más respetable la proposición de un periodista sobre cuestiones de religión, de ética, de ciencia, de economía cuando no dispone de más formación sobre esos temas que la que puede tener el graduado de enseñanza general básica? ¿Acaso la concesión de un premio internacional de la paz, de literatura, de economía, etc., transforma el saber del premiado en saber universal o, más bien, si era un necio en determinadas materias antes del galardón, después ha pasado a ser necio con premio? Su opinión en los asuntos que desconoce no ha ganado un ápice en respetabilidad.
Por último, sabemos que hay opiniones sociopatógenas en tanto en cuanto suponen la promoción de actitudes degradantes lesivas para la condición humana, para los derechos de los demás y para la convivencia colectiva. Son ideas-fuerza cargadas de un tal potencial de subversión moral, que no pueden ser respetables ni respetadas aceptando la dialéctica de contraste con otras ideas-fuerza. Simplemente se desprecian y, si es preciso, se rechazan con la fuerza a secas.
Todas las personas son respetables, sean cuales sean sus opiniones, por el hecho de ser personas, pero no son respetables todas sus opiniones.
Al enfatizar tanto en el posesivo “mi” de la expresión “es mi opinión personal”, parecería que queremos mostrar la opinión como parte sustancial de nuestro ser persona e identificar la opinión con el yo. Con ello parecería que pretendemos colocar el burladero del respeto personal detrás del cual esconder la inanidad de nuestras opiniones y defenderlas de toda crítica y descalificación.
Es muy propio de la práctica educativa quedarse en la cáscara de las cuestiones nucleares. Se anima a los educandos a exponer sus opiniones desinhibidamente, pero con frecuencia se olvida enseñarles a construir una opinión fundada en razón y en conocimientos. Se cultiva el desparpajo para comunicar sus ocurrencias, pero no se les enseña a escuchar para ponderar las razones. Se les dice que todas las opiniones son igual de respetables, pero no se les enseña a cribar (criticar) o discernir el grado de respetabilidad de las múltiples aseveraciones que diariamente reciben. Es cierto que nuestra democracia ha logrado que valga igual el voto de un insigne ilustrado que el de un analfabeto; pero sería mucho más democrático que no hubiera analfabetos.