(ABC 14.9.1976, p. 17 —extracto—)
Me invitaron a dirigir un campamento con jóvenes de distintos colegios. Lugar: el Pirineo aragonés, radiante de belleza y bravura. Los muchachos: alumnos de C.O.U., sexto y quinto, en aquella época. Había dos formas de organizar esos días: descanso en la comodidad o descanso en la actividad. Y opté por esta segunda.
Unos oriundos del lugar me indicaron los mejores sitios de marcha. Y un buen día, el tercero del turno campamental, arrancamos hacia las cumbres. Dos horas y media de subida, hasta alcanzar un magnífico «ibón» formado con el hielo de espléndidos neveros.
Mientras ellos descansaban decidí remontarme en aquel inmenso circo. Tres cuartos de hora de penosa escalada cuando en el remonte apareció ante mí un espectáculo deslumbrante: el macizo del Pirineo central, majestuoso, indescriptible. Y frente a mí la cumbre del Midi, en un cielo de intenso azul.
Dejar a los chicos abajo era privarles de este gozo, que bien merecía un nuevo esfuerzo. Descendí y volví a remontar con ellos. No me seguían con muy buena cara, desde luego. Pero una vez arriba sus rostros se transformaron. El júbilo y el bullicio juvenil atronaban el silencio del lugar.
Les hice sentar con el pretexto de sacar una fotografía. Después mandé callar. Les enseñé a contemplar todo aquello. Cuando veinte minutos más tarde les convoqué de nuevo, costó arrancarlos de su contemplación.
Sus ojos brillaban de emoción. «Nunca había sentido esto». «Ha sido algo sensacional». Bajamos hacia el lago cantando y jugando con la nieve. Tan pronto como llegamos querían ponerse a comer, pero no les dejé. Antes había que bañarse.
—¿Dónde? —preguntaban.
—Pues ¿dónde va a ser? ¡Ahí!
—¡Pero si es hielo!
—No importa. Estamos aquí, al sol, a más de cuarenta grados, aunque apenas lo notéis.
—¡Pero ahí nos vamos a helar!
—No. Ya veréis como no.
Fui el primero en darles ejemplo. Me siguieron unos pocos de los más decididos. Pronto los ochenta muchachos corrían, saltaban al agua, salían a la nieve, volvían a bañarse. El entusiasmo era general.
Apareció, de súbito una expedición de «scouts» franceses. Al vernos, metían la mano en el agua y nos hacían el clásico gesto en la sien, como a quien le falta un tornillo. Pero mis chicos no se intimidaban. Les gritaban: «España es diferente». Y cosas por el estilo.
A la tarde regresamos al campamento base. Una «raca» —niebla pirenaica— nos hizo descender aprisa. A pesar del cansancio de una jornada dura, los muchachos seguían en actividad, arreglaban las tiendas, iban por agua, se ofrecían para ayudar a los menesteres de cocina.
A la noche, los ochenta jóvenes daban la impresión del día: «Hoy he descubierto que mis padres no me quieren bien. Se han dedicado a concederme caprichos. No han sabido exigirme». «Mi lección ha sido descubrir que puedo dar más cuando parece que ya lo he dado todo». Yo, cara a las estrellas, reflexionaba. ¿No estamos haciendo traición a esta juventud? Cierto es que para exigir hay que ir por delante. Quizá esté aquí la razón de nuestro miedo. Pero esta noche los chicos y yo nos sentimos muy contentos. Creo que Dios también. Merece la pena.