Los geógrafos aseguran que la montaña más alta de la Tierra es Mauna Kea que, aunque solo tiene 4207 metros sobre el nivel del mar, cuenta con 5800 metros bajo la superficie del océano Pacífico, y supera así los 10000 metros. Y es que, en lo natural y en lo humano, tendemos a medir antes lo alto que lo profundo. Nos cuesta ver lo que está más allá…
Y podemos decir que, lo mismo que las montañas, cuanto más se abaja una realidad (el servicio, la entrega y en definitiva el amor), más alto y lejos llega. Y así desembocamos en una pregunta central: ¿cuál es el extremo del amor? ¿Su profundidad y su altura tienen límites? San Juan, al introducir la pasión del Señor, escribe: Jesús, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Pero Jesús fue aún más lejos: al instituir la Eucaristía superó «el extremo» del amor.
Sucedió como le ocurrió al joven Juan Bosco: un saltimbanqui le desafió en Chieri a que no era capaz de saltar más que él. Juan aceptó el desafío. Eligieron un canal de regadío, delimitado en la otra orilla por un murete de piedra. Primero saltó el acróbata, y cayó al otro lado del canal, tocando con sus pies el pequeño muro. ¡No se podía llegar ni un milímetro más lejos! Pero Juan no se perturbó: se santiguó y, tomando un impulso enorme y, apoyando los pies en el murete, se catapultó al otro lado de la pared. San Juan Bosco llegó así más allá y ganó el desafío…
En la Eucaristía, el Señor nos enseña y ayuda a tomar impulso y romper los «non plus ultra» (no más allá) que nos limitan. (Cuenta el mito griego que Hércules grabó «non plus ultra» en unas columnas del Estrecho de Gibraltar para constatar que ahí se acababa el mundo conocido. El descubrimiento de América superó este prejuicio, y por ello se incorporaron las columnas de Hércules al escudo de España, esta vez con la divisa «plus ultra»: sí hay más allá).
Pues bien, La Eucaristía es el gran regalo del Señor que nos lleva más allá del mundo conocido. En él cumple de modo admirable la promesa de su presencia: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,21).
Y nuestras vidas y este mundo conocido pueden ir más allá si nos abandonamos en Jesús-Eucaristía y nos dejamos «eucaristizar» la vida. ¿En qué se traduce una vida «eucaristizada»? Fijémonos en tres actitudes.
1. Reconocer las gracias recibidas de Dios. Y la primera, la Eucaristía. ¡Reconocer que todo es gracia, don, regalo! Como dice el papa Francisco, nuestra brújula es la gratuidad de Dios, porque Dios siempre nos ama y se nos da, incluso en nuestras miserias.
2. Dar gracias. Ser agradecidos a Dios y a las personas. Hace no mucho, en un congreso en Creta, aprendí a decir gracias como lo hacen los griegos: «eucaristó». Nuestras vidas tienen que ser eucarísticas: literalmente agradecidas.
3. Dar gratis. Y si gratis hemos recibido, hemos de dar gratuitamente. La consecuencia de una vida eucarística es la donación; más aún: darnos hasta dejarnos comer en comunión con Cristo y como Cristo.
Terminemos poniendo los ojos en María. Ella es la llena de gracia, la que da gracias, y a quien la gracia lleva más allá del extremo: donándose en gratuidad y llevando a Jesús. Si acudimos a ella, nos llevará más alto y profundo, más allá de cualquier extremo.