Un relato de mi niñez

(Extractos de las homilías del 13.9.1981 y 23.8.1984)

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Virgen de Lourdes
Virgen de Lourdes

Aquí viene un relato de mi niñez. Estaba con mis diez hermanos viviendo frente al Retiro, en Madrid, en una casa que todavía se conserva. Y allí, de repente, empieza una epidemia, sarampión, que nos va cogiendo a todos los hermanos. Y en mi hermana menor se complica con escarlatina y está a punto de morir. No me di cuenta entonces, porque no tenía más que dos años, pero luego hice que mi madre me contase varias veces lo que allí había sucedido. Me dijo que cuando la epidemia del sarampión familiar se le había complicado a mi hermana más pequeña, y estaba ya a punto de morir (se retorcían sus manos y sus pies se amorataban), mi madre fue a encender una lamparilla a la Virgen de Lourdes. Y en el momento en que encendió la lamparilla, sin saber cómo y de qué manera, mi hermana, que estaba desahuciada, empezó a recuperar la vida.

En aquel momento mi madre había prometido que, si efectivamente se devolvía la salud a mi hermana, toda la familia iríamos a Lourdes. Pasaron algunos años, porque de repente estalla la Primera Guerra Mundial el año 14, y tenemos que esperar durante los cuatro años de la contienda, y dos años más, hasta que, en el verano de 1920, nos acercamos todos a Lourdes.

No me acuerdo yo casi nada de aquel viaje […] Pero sí me acuerdo que, unos años más tarde, cuando ya tenía dieciocho o diecinueve, toda la familia se traslada desde San Sebastián a Lourdes, y entonces sí que ya pude hablar con mi madre, y recomponer perfectamente la escena.

Mi madre me enseñó con su ejemplo a acudir a la Virgen en mis necesidades. No me lo dijo de palabra quizá nunca (de palabra me había enseñado, como las vuestras a vosotros, a rezar la oración más deliciosa que tenemos en la vida cristiana: el Ave María, y el Padre Nuestro). Pero con su ejemplo, casi sin palabras, me acostumbró ya desde entonces a acudir siempre con confianza a la Virgen.

* * *

Recuerdo el beneficio tan grande que me hizo el momento en que mi madre partió de la tierra para irse al cielo. En aquellos días se iniciaba el Hogar del Empleado en Madrid, y se ponía por primera vez en el sagrario del Hogar el Santísimo Sacramento del Altar y se celebraba la primera misa. Fui yo a llevarle, por última vez, el cuerpo santísimo de Jesús. Fui a buscarlo a altas horas de la madrugada, las 2 o las 3, a la parroquia de San Marcos, cerquita de la plaza de España, donde vivía mi madre. ¡Cómo todo esto desprende de la tierra! Porque yo estaba liado entonces con toda la organización del Hogar del Empleado que nacía. ¡Pero qué beneficio tan grande! Hacerme trascender, saber que yo no era ni sacerdote ni jesuita ni nada, sino que era únicamente un peregrino que pasa por la tierra buscando el cielo, y que mi madre me anticipaba la llegada con la suya.

Y lo mismo me sucedió en Bélgica diez años antes. Estaba estudiando entonces Filosofía, y de repente me llega la noticia desde España de que mi padre había empezado a vivir. Mientras viven nuestros padres, tenemos como cerrada, un poquito, la puerta del cielo. Muere uno de ellos, y parece que se abre una de las partes de la puerta; queda la otra todavía cerrada. Cuando mueren los dos ya no tenemos más que acordarnos del Evangelio: «A nadie llaméis padre sobre la tierra. Uno solo es vuestro Padre, que está en el cielo».

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