Hace unos días, el 22 de noviembre, nos ha dejado Abelardo de Armas (1930-2019). Se ha ido, pero su legado permanece. No es fácil hacer una breve semblanza de un hombre que ha rondado los 90 años y ha sido tan polifacético. Por mucho que contemos, siempre quedará mucho más en el tintero. ¿Quién fue? ¿Cómo vivió? ¿Qué nos dice a los hombres hoy? ¿De qué rutas hablamos? ¿Por qué un monográfico dedicado a él?
La herencia de un pobre
¿Qué hereda un pobre? Ganas de vivir; deseos de comer, de amar; anhelos de felicidad; sueños de grandeza, sueños simplemente…
Aunque Franco empapeló España en 1939 con carteles que decían «ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan», el pequeño Abe, recién salido en abril del 39 de un campo de niños huérfanos en Carcagente (Valencia), no estaba muy seguro de aquello. Así relataba su cruda infancia en 1969, con motivo de la IV Asamblea del Apostolado de la Oración. A muchos les sonará. «He pasado hambre (he tenido que ir a Auxilio Social, ni siquiera con cartilla, sino a recoger lo que quedaba de las sobras). Mi padre había fallecido en la guerra, mi madre viuda. Cuatro hermanos. Muchas penalidades. Tener que vender la barra de pan de estraperlo para poder comprar unos lapiceros e ir al colegio. Tenía muy mal genio, con la desgracia de que, cuando lo exteriorizaba, solía ser tirando piedras, y las piedras solían dar en el blanco».
«De pequeño, ya me iba endureciendo ante la vida, porque recuerdo […] ir a la Ciudad Universitaria, donde, terminada la guerra, había unas trincheras con unos cartelitos que señalaban: “ellos”, “nosotros”, y allí estaban todavía los cadáveres de milicianos, cadáveres de regulares, de moros, y algunos compañeros mayores que yo se acercaban por las trincheras para quitarles las dentaduras y coger los dientes de oro postizos, o para arrancar incluso un dedo y llevarse un anillo. Todo esto iba endureciendo a aquellos compañeros míos (y a mí con nueve años)».
«A los trece tuve que empezar a trabajar. Había que ganar algún dinero en casa, y, aprovechando un verano, ganaba 75 pesetas limpiando escaparates en una tienda de la calle Montera. A los catorce ingresé en una empresa, de botones: Una Compañía de Seguros que se liquidó al terminar la II Guerra Mundial. En aquella empresa, este botones empezó a vivir, a malvivir. Los ejemplos que veía en personas mayores que yo (aquellas señoritas, algunos empleados que vivían con mujeres que no eran las suyas, etc.) me fueron abriendo los ojos, y ese muchacho, un día, empezó a querer imitar a los hombres y a cometer sus primeros pecados juveniles».
Pero un pobre con deseos de más, de jugar en primera división, porque se le da bien el fútbol; y, sobre todo, de amar y ser amado.
El giro sobre los propios talones
Veintiún años, una lesión, un domingo sin jugar, una apuesta, un viaje en tren con un jesuita desconocido, un corazón abierto a lo trascendente, unos Ejercicios espirituales en la sierra. Y de repente, ocurrió… Al cuarto día, estando en la habitación, abre una Vida de Cristo del P. Vilariño y lee: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que vive y cree en Mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Por primera vez en su vida se encuentra con palabras que le hablan de vida eterna y piensa: «¿será cierto que hay algo que no acaba jamás?».
Aquellos deseos se ven colmados por primera vez. Pero nada es fácil en la vida. El interior de un convertido puede ser un volcán a punto de entrar en erupción constantemente. Supo lo que eran los escrúpulos. Como contó él alguna vez, «estuve a punto del suicidio». Solo la obediencia a un sacerdote que le conmina a no volver a confesar los pecados ya confesados, que él pensaba nunca perdonados, le comenzará a dar paz.
Nada es fácil. En 1953 aquel jesuita, P. Morales, que había fundado el Hogar del Empleado en 1946, plantea a quince empleados una entrega total a Cristo renunciando a todo. «Y yo, que llevaba desde mi conversión una vida limpia y deseaba encontrar una mujer para unirme en matrimonio cristiano, veo que tengo que renunciar también a ella». Dijo sí a Dios.
Educando desde la exigencia
Su entrega a Dios se concreta en una vida para los demás y, sin darse cuenta, se convierte en educador. Pasados los años, hablará de «santidad educadora» como carisma específico de la vocación de los Cruzados de Santa María, a quienes dirige. Botones, Hogar del Empleado, clases de sociología en Bancos, campamentos en Gredos, jóvenes, Residencias para empleados y más tarde para universitarios… Su estilo va humanizándose con los años. Aquel «aquí lo que se dice se hace» con que doblegaba a todos los que se ponían por delante (admirable su acción en aquel campamento para chicos bien y pijos en Vinuesa 1966), con el tiempo se hace más dúctil.
A la exigencia le añade tacto y mucho afecto. «La exigencia sin amor es insoportable. Pero el amor sin exigencia es rechazable, porque no educa. La exigencia exige el amor. Y el amor exige generosidad hasta la donación total» escribe en el verano de 1980.
Evoluciona y entiende que se trata no tanto de formar líderes, como santos, y que el peligro es que los educandos se conviertan en divos. «El santo siempre es un líder, pero jamás un divo. El líder puede no ser santo, y tiene mucho peligro de convertirse en divo. El divo jamás será santo y dejará de ser líder auténtico, porque al divo sólo le siguen masas adocenadas que halagan o buscan su propia satisfacción egoísta. El santo no busca gobernar y menos dominar. El líder, sí. El líder busca ser adorado» (junio de 1986).
Su vivencia interior. Construida sobre una sólida ascética y empapada de un acendrado amor a la Virgen. Como el P. Morales, junto al que bebió, su espiritualidad era cristocéntrica y mariana. A Ella le dedicó algunas de sus mejores canciones, como la que relata su vida: «Acuérdate, Madre mía»; a Ella le consagró el circo de Gredos como santuario de la institución, depositando una imagen del Pilar en 1991; con Ella terminaba sus meditaciones; en su Corazón de oro llevaba escrito su nombre desde tiempos del Hogar del Empleado. «En tu Corazón de Madre…»
El despojo. Desnudo nací
1981, cumple 51 años. Acción de gracias en Duruelo. Las carmelitas cantan. Una gracia le inunda. «Así como hace 50 años nací pobre, desnudo y sin méritos, así quiero morir, para que toda la gloria en el cielo sea solo para Ti».
Se inicia una etapa que él denomina de «manos vacías» en consonancia con Teresa del Niño Jesús; y de subir bajando, es decir, acercarse a Dios descendiendo al abismo de su nada. Lee a san Juan de Ávila y se va dejando hacer. De este modo, Abelardo transmite un mensaje de confianza al hombre contemporáneo. Aunque todos somos pecadores, muy pocos viven como tales. Aceptar las propias miserias, vivir como un mendigo, siempre pendiente de la mano de Dios, confiando, fue su clave en los últimos años de vida. Abelardo fue un laico que animó a otros laicos a una santidad realista, no impecable. Su misión fue empujar a la confianza en el Corazón de Cristo. «Madrecita mía en la fe, haz que crea en el amor de Dios para conmigo». Se hizo forofo del Buen Ladrón, que en el momento de la cruz y después de toda una vida al margen de la ley, robó el Paraíso en el momento de la muerte. «Primer canonizado de la historia y por el mismo Cristo». Laico entre los laicos, nos lanzó a la responsabilidad de evangelizar en el lugar en que estamos, como el endemoniado de Gerasa tras su curación; hacía ver que todos podemos llegar a la santidad, si confiamos en Él. Quería morir con las manos vacías para no arrebatarle ni un gramo de gloria a Dios. Si san Claudio de la Colombière tenía puesta su confianza en su «misma confianza en el Corazón de Jesús», a él esto le parecía que ya era confiar en un mérito propio y decía: «No, que mi confianza no sea mi confianza en Ti, sino Tú mismo». Búsqueda de la desnudez absoluta.
Dio más de doscientas tandas de ejercicios. La obertura de la segunda semana, el rey eternal, era una de sus meditaciones preferidas. Uno sentía vértigo al oírle comentar la oración de san Ignacio: «Eterno Señor de todas las cosas, yo hago mi oblación con vuestro favor y ayuda, delante vuestra infinita bondad, y delante vuestra Madre gloriosa […] que yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada, solo que sea vuestro mayor servicio y alabanza, de imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza, así actual como espiritual, queriéndome vuestra santísima majestad elegir y recibir en tal vida y estado».
En unos ejercicios le pide la pobreza absoluta, que le quite todo, que le deje como tontito. Y fue consciente de que la Virgen lo escuchó.
Rosas con variadas espinas. 40 años de gobierno
El Señor lo probó en el crisol de la fidelidad. Director general durante casi cuarenta años de una institución que se iniciaba con él; es considerado cofundador. Los inicios siempre son difíciles. Hay que mantener un equilibrio entre los rigorismos propios de los convertidos y las desviaciones de quienes quieren imponer sus propios criterios. Y es que en los comienzos muchos se sienten cofundadores, aunque solo uno lo sea. El carisma no está construido, se va haciendo. Hay que estar a la escucha, discernir…
El gobierno no fue, cierto, un camino de rosas. Sin apenas estudios, tan sólo el bachiller elemental obtenido ya a una edad adulta en escenas dignas del mejor sainete, tenía que gobernar y orientar a personas brillantes intelectualmente. Sólo la consideración de sentirse instrumento, aunque él se creyó muchas veces estorbo de la acción de Dios, le hizo seguir adelante. Dar tandas de ejercicios a seminaristas (Badajoz) o sacerdotes (Zamora), a petición de sus obispos, le sobrepasaba, pero aceptaba. Clausurar los Congresos de intelectuales de la Ciudad Católica le excedía, pero enardecía a aquellos pensadores. Hablar en las Vigilias de la Inmaculada le hacía sudar sangre, pero palpaba el fruto. Escribir durante casi cuarenta años la sección «Agua Viva» de la revista Estar fue una responsabilidad que le incomodaba, pero gracias a ella conocemos su interior….
Su unión con el fundador, P. Morales, con quien desahogaba las discrepancias de criterios de quienes le seguían, especialmente de los consejeros que estaban junto a él en el gobierno, le hizo sufrir mucho y pensar que no servía para ello. Poco antes de la II Junta Mayor (1994) habló con Mons. Suquía para consultarle pedir que no lo eligieran. Pero el cardenal le recomendó que dejara hablar al Espíritu. Y habló en forma de enésima reelección.
Pero la cruz nunca nos abandona. Coincidió aquella reelección con los últimos días del P. Morales. 43 años de sintonía y complemento absoluto desembocan en soledad y orfandad. Muy poco después comenzó un proceso degenerativo, una enfermedad nunca bien diagnosticada (¿Alzheimer?) que le fue vaciando, anulando, hasta renunciar a su puesto de director general, y verse relegado a cualquier función, no ya de gobierno, sino cognitiva, locomotora, etc.
Su fin ha sido peculiar. Un fin lento, prolongado en el tiempo, donde ha quedado su ofrecimiento plasmado en una vida. Un carisma hecho carne. Años en silla de ruedas, sin capacidad para hablar, para leer, para escribir, para seguir la conversación, aunque mira… Mantiene atenta la mirada, una mirada contemplativa, fijos los ojos en «aquel que abre el camino de la fe, Jesús» (Heb 12,2). Más de veinte años aislado de la realidad, imitando a aquel que fue «nascido en summa pobreza» para venir «a morir en cruz», como el Cristo de la contemplación ignaciana del nacimiento; para venir a morir desnudo, como ese Cristo al que dedicó un soneto Rafael Sánchez Mazas:
Señor: Desnudos, como tú nacemos, desnudos, engendramos y sufrimos; desnudos, como tú, Señor, morimos, porque, desnudos, resucitaremos.
Pero no lloremos por él. Su ilusión era que siguiéramos su mismo camino.