Abelardo y la Milicia de Santa María

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Jornadas 1993
Jornadas 1993

No es posible hablar de Abelardo de Armas, sin referirse a la Milicia de Santa María.

Como no es posible hablar de la Milicia, sin mencionar a Abe, como cariñosamente le llamábamos todos los militantes.

Desde los albores de este movimiento juvenil, ya en su prehistoria como Orden de Santa María en tiempos del Hogar del Empleado, o como Milicia de Santa María a partir de 1961, la entrega preferencial de los Cruzados de Santa María a la juventud masculina, se materializó en una dedicación especial a la vida y crecimiento de este grupo apostólico.

Y Abelardo, como director general de los Cruzados, fue durante todos estos años, sin duda alguna, el alma de este grupo juvenil. Quizás porque, también, su corazón, su alma, estaban puestos en esos jóvenes. Como Don Bosco, Abelardo podía repetir: «Me basta con que seáis jóvenes para amaros».

Con esa maestría del padre educaba, con arengas fuertes, horizontes dilatados, esfuerzo y reciedumbre. Con esa cercanía de la madre acogía, personalizaba, alentaba y acompañaba con ternura en medio de todas nuestras dificultades. Abelardo, con toda su vida, fue guiando el grupo en esas décadas de los sesenta, setenta y ochenta.

Sus propias vivencias espirituales fueron configurando la espiritualidad del grupo. Lo que él vivía lo compartía con todos nosotros, y pasaba a ser ya una clave para la santidad de todo el grupo. Una marca distintiva del carisma de la Milicia. Con él aprendimos a subir bajando las cumbres de la santidad en las montañas graníticas de Gredos. De sus manos descubrimos que a Dios no le importan nuestras miserias, mientras que no pactemos con ellas, sino que nuestras flaquezas pueden ser un auténtico camino místico de acercamiento a Dios, porque nos hacen humildes. En su cincuenta cumpleaños nos regaló a todos el vernos con las manos vacías, toda nuestra vida, y así entrar en el cielo por pura misericordia. Un regalo tan grande decía, que se lo pidió para toda la institución.

Sí, su vida y la de la Milicia se entretejían y se fusionaban.

Sus vivencias eran las nuestras. Y se hicieron una espiritualidad, que ahormó el grupo, que se nos metió en las entrañas. Y se hizo música en los fuegos de campamento, en que los cientos de jóvenes nos convertíamos en montañeros, que íbamos a Gredos buscando las cumbres de un gran ideal. Absortos escuchábamos en silencio al Dios de las manos vacías, mientras nos dejábamos abrazar por las estrellas que nos hacían guiños recordándonos el amor que Dios nos tenía. En una gruta, con una imagen de la Virgen del Pilar, depositó su corazón y el nuestro, y llenó nuestro santuario con la presencia de la Madre.

Abe sabía y sentía que tenía la misión de forjar a aquellos jóvenes, de establecer las bases de un estilo de vida que se mantuviese en el tiempo.

Por ello en las reuniones de jefes de los campamentos nos enseñó a ser educadores de otros jóvenes, con intervenciones certeras, con análisis sosegados de nuestros primeros pasos como aprendices de maestros en la vida de la escuadra. Y nos entusiasmó con un estilo de vida que tenía que llegar a todo el mundo, para convertirlo de mundano en humano y de humano en divino. En esas reuniones de campamento se empleaba a fondo y nos daba lo mejor de sí, sabiéndose portador de un carisma que debía pasar íntegro a la siguiente generación de militantes.

Y en los Ejercicios Espirituales, al más puro estilo ignaciano, como había aprendido del P. Morales, se coló en nuestras almas. En las tandas de siete días en Villagarcía de Campos, cada año, nos hacía entrar en la intimidad de Dios, en una profunda amistad contemplativa de Jesús. Sí, en ese silencio, Abe imprimió a la Milicia esa dimensión espiritual que la ha hecho tan fecunda. Nos enseñó a amar, de verdad, a Dios. Y a dejarnos amar por él.

Y el fuego apostólico que ha sido siempre esencia de la Milicia de Santa María, era aventado para extenderse en fogosas intervenciones al finalizar los círculos de estudio en los que cada semana nos congregábamos los militantes. Era imposible salir de ellos sin tener el alma inflamada en deseos de conquista del mundo para Dios.

Y todo ello junto —ser educador, apóstol, padre, madre, contemplativo y activo todo a la vez— lo fusionaba y nos lo transmitía sobre todo en la charla personal, a la que dedicó miles de horas, y que también ha quedado como un sello característico de la Milicia de Santa María. Cada persona es única. A cada una hay que atenderla personalmente y dedicarle todo el tiempo que sea necesario.

Los hombres pasan, las obras permanecen. Pero los hombres dejan su impronta en las obras. Y algunos lo hacen de forma indeleble. La Milicia de Santa María es lo que es porque Abelardo fue como fue. Providencialmente Dios se sirvió de este «instrumentillo» para configurar esta pequeña realidad de la Iglesia, y a cada uno de nosotros.

Por eso somos hoy cientos, miles, los hombres que recordamos con agradecimiento ante la Virgen lo que la Milicia de Santa María nos ha aportado, lo que Abelardo ha sido para nosotros.

Todo, Abelardo, la Milicia y María, un mismo puente que nos ha hecho plenamente hombres, totalmente de Dios.

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