¿Podemos atestiguar con san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16)? Si es así, ¿cómo hemos de corresponder a tal derroche de amor?
Jesucristo nos lo revela cuando respondió a aquel maestro de la ley: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente» (Lc 10,27).
¡Amando con todo lo que somos! Pero podemos seguir preguntándonos: ¿y cómo se ama así? Hace años una religiosa amiga me confidenció que había comprendido cómo amar, precisamente contemplando a Cristo crucificado. Cristo en la Cruz ama:
Con todo el corazón. Tiene su costado traspasado por la lanza. De él brotan sangre y agua, los sacramentos que nos salvan.
Con toda la mente. Su frente está coronada de espinas. Su pensamiento solo busca la voluntad del Padre y no la suya.
Con todas las fuerzas. Sus manos y sus pies están clavados al madero. No baja de la cruz ante quienes le gritan: «¡Sálvate a ti mismo!».
Con toda el alma. Jesús ama hasta dar la vida, hasta clamar: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Y este récord del amor permanece como signo en Cristo resucitado, quien en sus apariciones nos enseña su costado, sus manos y sus pies… ¡atravesados como muestra de su amor traspasado, taladrado, llevado hasta el extremo!
Volvemos ahora la mirada sobre nosotros. ¿Cómo podemos contribuir a que el amor de Cristo se siga manifestando hoy, en nuestro mundo? ¡Ofreciéndole nuestra mente, nuestro corazón, nuestras manos y pies, en definitiva, todo nuestro ser, para que siga amando por, con y en nosotros!
La declaración de Jesús al maestro, después de mostrar cómo amar a Dios, culminaba así: «y [amarás] al prójimo como a ti mismo». Pero el propio Cristo ha llevado este amor al prójimo mucho más lejos, a su plenitud: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34). ¡Es nuestra seña de identidad!: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35). ¿Es posible que amemos como Jesús nos ha amado? ¡Sí! ¡Amando con Jesús dentro, dejando que sea él el que ame en nosotros!
Uniendo las dos partes del texto (el amor a Dios y al prójimo), ¿cómo traducir este amor hoy?
Amando con manos agujereadas, es decir, a fondo perdido, sin buscar compensaciones, con un amor traducido en detalles sencillos, como haría María en Nazaret con Jesús, José, las vecinas…
Amando con pies taladrados, es decir, permaneciendo en el amor. Frente a la tendencia avasalladora actual de amar sin compromiso, perseverar en el amor.
Amando con mente abierta, por encima de nuestros intereses o razonamientos, con un amor realista, creativo y renovado.
Amando con corazón traspasado, olvidándonos de nosotros mismos y buscando el bien de cuantos nos rodean.
Es revelador que Jesús responda al maestro con la parábola del buen samaritano para mostrar quién es nuestro prójimo. Y es que el buen samaritano es el propio Cristo, que ama al hombre herido (¡todos lo somos!) con todo el corazón, con toda la mente, con todas sus fuerzas y con todo su ser. Y ante nuestra perplejidad por tanto amor, Jesús nos exhorta como al maestro: «¡Anda y haz tú lo mismo!»







