
Siempre me impresionaron los últimos años de la vida de Abelardo. La última etapa de su vida en la que asaltado por el Alzheimer fue perdiendo su conciencia de estar entre nosotros, hasta quedar reducido a un bebé de 89 años.
En este rincón de «Saber mirar» os he de confesar que lo tuve siempre como el signo más evidente de santidad de quien en todo, de lo que le yo vi y fui testigo, mostraba su identificación con nuestro Señor por la vía humilde de la infancia espiritual. El anonadamiento personal para que Cristo crezca en cada uno de nosotros, ofreciéndose como víctima de amor, en medio de esta apostasía de las naciones, pidiendo que se hiciera verdad en su vida la oración de san Ignacio «Tomad, Señor, y recibid toda mi voluntad, mi memoria mi entendimiento…» me sobrecogieron y exclamé: he aquí un santo para nuestro tiempo tan narcisista y egocéntrico, capaz de renunciar a la conciencia de su propia identidad para entregarse plenamente a Cristo. No soy yo, es Cristo quien vive en mí.
Recuerdo el final de la vida del hoy san Luis, esposo de santa Celina y padre de santa Teresita, con palabras entresacadas de la carta que le dirigió (Carta 261) al abate Bellière, nuestra santita de Lixieux:
En mayo de 1888, en el transcurso de una visita a la iglesia donde se había celebrado su boda, a Luis se le representan las etapas de su vida y, enseguida, se lo cuenta sus hijas: «Hijas mías, acabo de regresar de Alençon, donde he recibido tantas gracias y consuelos en la iglesia de Nuestra Señora que he hecho la siguiente plegaria: “Dios mío, ¡esto es demasiado! Sí, soy demasiado feliz, no es posible ir al cielo de este modo, quiero sufrir algo por ti. Así que me he ofrecido”».
Así pues, Dios no tarda en satisfacer a su siervo. El 23 de junio de 1888, aquejado de accesos de arteriosclerosis que le afectan en sus facultades mentales, Luis Martin desaparece de su domicilio. Tras muchas tribulaciones, lo encuentran en Le Havre el día 27. Es el principio de una lenta e inexorable degradación física. Poco tiempo después de que Teresa tomara los hábitos, momento en que se había mostrado «tan apuesto y tan digno», es víctima de una crisis de delirio que hace necesario su internamiento en un hospital psiquiátrico, es una situación humillante que acepta con extraordinaria fe. Cuando consigue expresarse repite sin cesar: «Todo sea para la mayor gloria de Dios». En mayo de 1892 lo devuelven a Lisieux. «¡Adiós, hasta el Cielo!», consigue decir a sus hijas con motivo de su última visita al Carmelo. Se apagará dulcemente el 29 de julio de 1894, asistido por Celina, que había demorado su entrada en el Carmelo para dedicarse a él.
Esta ofrenda espiritual me mueve a recordar a Abrahán y el sacrificio de Isaac. No encuentro, si no es la de Cristo de la Cruz, otra que nos enseñe que la señal suprema del amor a Dios es la entrega de lo que más queremos, tu propio hijo o tu propia vida. Abrahán, padre de la Fe. Abelardo, en la voluntad de Dios.
Caravaggio con su realismo y sus violentos claroscuros, en una escena de la vida cotidiana, pone imagen visible a mis reflexiones.