Aprender a mirar el fondo de todo

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En camino hacia la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) me acerco a vosotros con un entrañable tema varias veces tratado en estas páginas: aprender a mirar todo para poder admirar la maravilla de todo. Estoy pensando en los jóvenes, pero también en mí, en los mayores, porque todos tenemos necesidad de purificar y de ordenar los desajustes de nuestro corazón. Con qué torpeza nos quedamos en la superficie de las cosas, como si lo captado por los sentidos fuera la realidad, y no indicios de una realidad más profunda y total que en cada cosa se nos está proclamando.

Enmarco mi reflexión en el gozoso lugar ameno de la Amoris laetitia de nuestro admirado papa Francisco. Estamos necesitados de aprender a mirar al ser humano. ¡Cuándo nos tomaremos en verdad que lo maravilloso del ser humano, lo que le da fundamento a su dignidad es lo que no está a la vista, ese interior que nos otorga el ser imagen de Dios!

He descubierto recientemente a la poeta Ernestina de Champourcín. Yo había leído algunos poemas de esta mujer. Representante femenino de la Generación del 27, en la órbita de Juan Ramón Jiménez y poco más. De pronto me llega la obra que escribe en el exilio mejicano, tras haber redescubierto —siempre fue católica, a su manera— la respuesta a sus inquietudes más profundas, tras leer La montaña de los siete círculos, del monje Thomas Merton.

El reencuentro con Cristo, como el Dios que tiene su morada en nuestro interior, transforma su vida y su obra. Conserva su estilo pero, en la estela de nuestros grandes místicos, nos desvela emocionada una nueva realidad. El poema pertenece al libro primero de esta segunda época, Presencia a oscuras, publicado en 1952.

En el ritmo del alejandrino y con la rima pobre del romancero —los pares en asonante—, y sin importarle repetir en ella la palabra dentro, como clave que es de su vivencia asombrada, nos amonesta y advierte que no la conoceremos nunca si “sólo advertís la forma tangible de mi cuerpo.” Cómo captarla si nuestros ojos resbalan sobre sus formas exteriores. Cómo hablar de ella si sólo buscáis un amor terreno. Todo lo que captamos por los sentidos es “Esa vida aparente, similar a la vuestra, es tránsito forzoso; es el mismo sendero que os conduce a la nada”, pero a la escritora a la sima sin fondo de Dios que lleva dentro. Esta es la cuestión: “¿qué sabéis de la llama que quema y no consume?” Maravilloso poema.

Os traigo a sor Isabel Guerra. Escuchad el poema. Lo está recitando la joven que aparece:

No habléis de mí, vosotros que cifráis vuestra dicha
en el afán y el júbilo de algún amor terreno;
¿qué sabéis del poder obsesivo, inmutable,
del dominio absoluto del Dios que llevo dentro?

Vuestros ojos resbalan sobre mí sin captarme.
Sólo advertís la forma tangible de mi cuerpo.
¿Qué sabéis de la llama que quema y no consume,
qué sabéis de mi Dios, del Dios que llevo dentro?

Esa vida aparente, similar a la vuestra,
es tránsito forzoso; es el mismo sendero
que os conduce a la nada y a mí me precipita
en la sima sin fondo del Dios que llevo dentro.

Nadie puede quitármelo; Él es lo único mío,
lo único invulnerable a los celos del viento,
al curso de los astros, al dolor y a la muerte.
Debo mi libertad al Dios que llevo dentro.

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