Malos tiempos son aquellos en los que hay que demostrar lo evidente. Algunos de mis lectores me preguntan cómo argumentar la necesidad de valores tales como la autoridad, la razonabilidad de la religión, o simplemente algunas cuestiones que son de sentido común como la existencia de sexos, «hombre y mujer los creó», por no citar algunos acontecimientos históricos que hemos conocido de primera mano y cuyo relato actual dista de lo que vivimos.
Acompaña a esa petición la confesión de una cierta impotencia y rabia ante una supuesta superioridad intelectual —a veces también moral— que lucen quienes los contradicen, asentados en dos argumentos aplastantes: lo dice la mayoría y la verdad no existe —excepto la suya, tal como veremos más adelante—.
Vayamos por partes. En primer lugar, el voto de la mayoría puede legitimar ciertas decisiones como ocurre con las elecciones políticas, las reformas de una comunidad de vecinos o algunos asuntos estudiantiles. Pero jamás se someterán a voto las cuestiones tales como la legitimidad de la propia democracia, el derecho a la propiedad de cada una de las viviendas, o la corrección de los exámenes de acuerdo con criterios objetivos y justos. Dicho de otro modo, no todo, y especialmente lo importante, depende de la opinión mayoritaria. Bastaría recordar al respecto que algunas de las dictaduras más terribles del siglo XX fueron votadas por el «pueblo», lo que no exime de las barbaridades cometidas.
La verdad, y por ende la ciencia, no es cuestión de mayoría. Por el contrario, a veces es muy minoritaria. Así, por ejemplo, los primeros que atisbaron que la tierra es redonda, o cualquier teoría científica contrastada, estaban en franca minoría. Lo mismo vale decir sobre los que denunciaron la esclavitud, cualquier dictadura derrocada o la petición del sufragio universal.
Como dice un amigo mío: si empiezas a repartir cacahuetes, te encontrarás rodeado de monos, y si a cada uno de esos monos le das una trompetilla de feria, puedes crear la falsa idea de que la música más popular y exitosa es el concierto, o desconcierto, de trompetillas.
Por lo tanto, no es válido argumentar que una teoría, opinión o un hecho, es verdadero porque lo respalda la mayoría. Si así fuera, las creencias de generaciones pasadas respecto de la ciencia, la historia o incluso la política hubieran sido inamovibles, y hoy la teoría heliocéntrica, la relatividad —que no el relativismo— o los derechos humanos no serían patrimonio común e incuestionable de la humanidad.
La ciencia es republicana y no monárquica, es decir, cualquiera puede cuestionar unos hechos o teorías sin que por ello sea condenado a priori. No deja de ser sorprendente que la llamada «Ley de memoria histórica», o la no menos dogmática «Ideología de género» pretendan anatemizar, y por tanto condenar con penas civiles, a aquellos que se atrevan a cuestionarlas.
Los que vamos cumpliendo trienios sabemos cómo en su momento, para ser admitido por la progresía intelectual, había que simpatizar, cuando no aplaudir, las corrientes de modas tales como el marxismo, el psicoanálisis freudiano, la pedagogía rusoniana o cualquier otra doctrina de moda.
En esto consisten las ideologías, sean políticas o pseudocientíficas: pretenden ajustar la realidad a sus ideas y así imponerlas a los demás. No es cuestión de inteligencia sino de voluntad: la realidad es tal como la conciben y, además, quieren imponerlas a los demás.
Por el contrario, la sana filosofía, las ciencias o el sentido común, pretenden descubrir qué esconde la realidad y ajustar su conocimiento a la misma, aunque choque inicialmente con los prejuicios. No fue fácil aceptar que la tierra es redonda o que todos los hombres son iguales.
Para una persona normal que se siente atraído por una inquietud o curiosidad, conocer la verdad consiste en captar, entender la realidad tal como es: por lo tanto, es una cuestión del intelecto no de la voluntad. Dicho de otro modo, una rosa es una rosa y puedo conocerla de distintas formas, como científico, como poeta o como florista, pero una rosa no es lo que yo quiero que sea.
Por el contrario, para un ideólogo el principio de todo conocimiento es una opción previa, no demostrada sino aceptada. Así, por ejemplo, para el marxismo, los hombres son buenos o malos en función de su condición social, ricos o pobres, de izquierdas o de derechas. Para la ideología de género, el sexo no existe como elemento natural de la persona humana, sino que el género es una opción personal dentro de un ámbito cultural. Para el animalismo imperante no existe una jerarquía de los seres vivos y, por lo tanto, todos los animales tienen los mismos derechos, aunque no los mismos deberes —estos son exclusivos de los hombres—.
En historia, las ideologías afirman que lo importante no son los hechos, sino el relato de estos, como supo hacer el estalinismo soviético. Podríamos poner ejemplos de las distintas ramas del saber cuando han sido manejadas por las ideologías. En definitiva, como dijo Hegel, si la teoría no coincide con los hechos…, peor para los hechos.
Tienen razón por tanto mis lectores con su inquietud. El remedio no es fácil, pero empieza por mantener el sentido común, aceptar que el criterio de verdad es la realidad y no la opinión o los prejuicios previos, impuestos despóticamente por unos cuantos y cacareados por los medios de comunicación o las redes sociales.
La segunda medida urgente es tomar vacunas contra el mal endémico de la manipulación: la lectura serena y documentada de la realidad o la asistencia a las conferencias y cursos donde prima aún la verdad sobre la opinión.
Cualquiera puede tener su opinión, eso no tiene mérito. Lo que importa es buscar la verdad y esa no suele bailar con la moda. Como diría Machado: «¿Tu verdad? No, la verdad, y ven conmigo a buscarla; la tuya, guárdatela»