Nuestro mundo padece hoy como nunca la terrible enfermedad de la indiferencia. La acompañan síntomas inconfundibles: apatía, desmotivación, dejadez, flojedad, cansancio, desánimo, desinterés… Es una pandemia contagiosa, extendida por nuestras sociedades occidentales, y de la que nadie puede considerarse inmune. Es como un agujero negro que atrapa la luz y sume en oscuridad cuanto toca. Tanto, que se dice que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia, y lo opuesto a la fe no es la herejía, sino la indolencia.
Esta desidia suele proceder de la saturación de estímulos combinada con la carencia de tiempo para analizar lo experimentado; del abismo abierto entre lo virtual y lo natural; del empacho de propuestas no digeridas, así como de la hipertrofia autorreferencial.
¿Y cómo vacunarnos de la indiferencia? La indolencia es opuesta al asombro, como la oscuridad a la luz. Cuando nos dejamos invadir por la admiración ante la maravilla de la propia vida y del universo que nos rodea, y cuando captamos el valor de la misión que Jesucristo nos confía, nos asalta una conmoción de gratitud, fe, amor y esperanza, en una palabra, de asombro, que disipa la indiferencia.
Pero ocurre hoy como en tiempos de Jesús: unos pocos se dejaron seducir por él, pero muchos ni se inmutaron y otros incluso lo rechazaron. Es el drama del Verbo y del mundo: Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio el poder de ser hijos de Dios (Jn 1,11-12). Podemos afirmar que el Evangelio es un canto de admiración entonado por quienes, al recibir a Cristo, fueron hechos hijos de Dios. Así leemos: Todos cuantos lo oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba (Lc 2,47); estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad (Mc 1,22); se decían asombrados: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?» (Mt 8,27). En el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien» (Mc 7,37).
Los primeros seguidores de Jesús lo dejaron todo y lo siguieron, y descubrieron que para recibirlo tenían que dejarse sorprender, fascinar por Él.
También nosotros hoy, si queremos sanar nuestro mundo (y nuestros corazones) de la indiferencia, hemos de recibir a Cristo (mejor aún, hemos de pedir ser recibidos por él), quien nos contagiará el asombro; más aún, su asombro. Reconoceremos con estupor que Jesús siempre nos sorprende, que es el enteramente otro. Nos enseñará a estar abiertos a la admiración en todo lo que sucede y nos sucede. Aprenderemos a ver y escuchar las cosas, acontecimientos y personas con ojos y oídos nuevos…; mejor aún, con los ojos y los oídos de él, que vive en nosotros.
Convenzámonos: la solución al mal de la indiferencia está en nosotros ya que, si nos dejamos seducir por Cristo, quedaremos colmados de su asombro. El papa Francisco ha afirmado con ímpetu que el cristianismo «es la experiencia de la estupefacción, de la admiración de haber encontrado a Dios, a Jesucristo, a la palabra divina». Y por ello «cuando hay asombro es cuando se da testimonio». Y es que la fascinación es contagiosa.
En conclusión, para sanar nuestro mundo enfermo de indiferencia, debemos acoger la propuesta simpática de Abilio de Gregorio: «Cuando un burro no quiere beber es inútil empujarlo o tirarlo del ronzal. Solamente cuando vea a otro burro bebiendo con satisfacción a su lado se decidirá a inclinarse sobre la fuente».
Esta es nuestra misión de lo cotidiano: acudir a la fuente, beber, y mostrar fascinados el agua capaz de calmar la sed.