Por Juan Carlos Elizalde Espinal
Obispo de Vitoria
El primer impacto que recibí de Abelardo de Armas se remonta a mi adolescencia. Y está vinculado al descubrimiento de Jesús de Nazaret como amigo y compañero para toda la vida. Siempre seré deudor de aquella pasión de Abelardo por Jesús eucaristía, el Señor, el Hijo de Dios, que cuajaba en una amistad humana y divina con «quien sabemos nos ama» con su «sacratísima humanidad» en palabras de santa Teresa.
Las convivencias en Villagarcía de Campos, en aquella capilla de san Ignacio que conservaba los recuerdos del beato P. Hoyos, apóstol de la devoción al Corazón de Jesús, eran el marco adecuado para poner los sólidos cimientos de aquella amistad con el Señor. Recuerdo vivamente las imágenes de san Juan de Ávila en el Tratado del amor de Dios que Abelardo nos desgranaba para mostrarnos cómo nos quería el Señor.
También en los ejercicios espirituales, allí en Villagarcía, aprendí con él a iniciarme en la contemplación ignaciana de Jesús en los misterios de su vida «como si presente me hallase». No entendería hoy mi vida sin esa amistad con el Señor forjada de los 15 a los 18 años en aquella escuela. Ese fue el caldo de cultivo de mi vocación sacerdotal y del seguimiento a Jesús en su Iglesia. Eterno agradecimiento por ello.
Y el segundo impacto —y también definitivo— fue la espiritualidad de las manos vacías, la mística de las miserias y el subir bajando. Estudiaría después en la Teología el misterio pascual que configura la vida humana y el seguimiento al Señor, pero ya lo había descubierto antes en la experiencia de Abelardo. En las noches de Campamento en Gredos, Abelardo cantaba «Manos de Dios poderosas», «La cumbre está más abajo» o «Gracias, Señor, por tus misericordias». Y yo entendía, con todos, que estaba mostrando su alma, sus deseos de evangelizar, las dificultades en el acompañamiento vocacional o las tensiones de la comunidad.
Y con todo aquello, el Señor le iba introduciendo en el misterio de su amor y le iba haciendo padre y maestro para sus hijos. Le iba despojando y reduciendo a pobreza para que creciese el Señor en los suyos. Yo entonces, joven sacerdote, pensaba en términos de crecimiento, expansión, trabajo pastoral y números. Y se me escapaba aquella insistencia tan tremenda en la infancia espiritual y en la pobreza de las nadas. Creo que lo entendí más tarde cuando ya Abelardo hubo sembrado la semilla y comenzó su deterioro neurológico.
Ahora es una certeza que me acompaña siempre y a él se la debo. La vida está configurada por el misterio pascual: encarnación, muerte y resurrección. El seguimiento a Jesús pasa de la ilusión a la crisis para cuajar en fidelidad. La entrega inicial, un poco narcisista, se purifica en el desinterés para ser fecunda. El fracaso pastoral y personal es el grano de trigo que se pudre para dar mucho fruto. El entusiasmo se autentifica en la cruz signo de resurrección. Si seguimos amando en la prueba, el Señor nos podrá regalar su manera de ser, su parecido y sus frutos.
Siempre es la misma historia, pero bendita historia, la de Jesús, la de Abelardo, y ¡ojalá que la mía! ¡Gracias, Señor, por tus misericordias!
Que Santa María haga realidad los sueños de Abelardo para la Milicia y Cruzados de Santa María, y para la Iglesia entera.