Hoy se habla mucho del medio ambiente y de la necesidad de sostener un equilibrio ecológico que respete la naturaleza, pero parece olvidarse que las personas somos parte de esa misma naturaleza y por tanto que hay que cuidar el ambiente físico, pero también el moral, intelectual y social en el que vivimos. En el puzle educativo, una pieza clave, difusa pero muy poderosa, es el ambiente que puede fortalecer o destruir la tarea educativa.
Ese ambiente, que podemos definir como el conjunto de ideas, valores, relaciones y costumbres que configuran una sociedad, se ha tornado problemático en nuestros días. La educación siempre fue una tarea difícil en la medida que la rebeldía juvenil y la libertad personal, ambas necesarias, suponían una resistencia a los agentes educadores que fundamentalmente eran la familia, la escuela y la Iglesia. De algún modo, todos ellos compartían un universo común de valores y creencias. Tanto el trabajo como el ocio compartían un cierto aire de familia en todos los agentes antes citados, así como el ambiente social, la «calle».
Actualmente es más difícil educar puesto que existe una dispersión, cuando no un enfrentamiento entre las instituciones antes mencionadas. Además, en ese nuevo ambiente han aparecido fuerzas nuevas y más poderosas tales como son los medios de comunicación y, sobre todo, el mundo digital en general y las redes sociales en particular. Gracias a las nuevas tecnologías, accesibles casi de modo universal en nuestra sociedad, cualquier niño o adulto tiene acceso a ellas. Los peligros que antes se achacaban a «la calle», físicamente externa, ahora están en el interior de las casas.
El mundo digital en el que englobamos tanto los medios de comunicación como las redes sociales, Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp y un largo etc., constituyen el ambiente que respiran los jóvenes. Junto al oxígeno y el nitrógeno, sienten la necesidad imperiosa de inhalar lo que emana constantemente del móvil: es lo último antes de dormir, y lo primero al despertar. En cierto sentido, hay ya una adicción generacional hacia el mundo digital que genera, en el peor de los casos, un comportamiento patológico.
No menos preocupante es el ambiente social y cultural cuyos valores no van en la misma dirección de los que intenta establecer una familia o una escuela educadora. A veces ambas ya están viciadas y no propician una buena educación, son cajas de resonancia de los males ambientales en lugar de ser diques de contención de esas ideas y valores tóxicos.
En el mejor de los casos, existe una tensión entre los valores y virtudes que se intentan transmitir y los que ofrece el entorno. Esa presión ambiental no es fácil combatirla, como bien saben los padres y educadores.
Hay que entender la presión que soportan los jóvenes ante el clima social imperante. Muchos de ellos, por ejemplo, confiesan que beben alcohol para no ser los raros, para ser aceptados por los demás.
La pregunta clave que surge al llegar a estas líneas es evidente: ¿cómo hacer frente a esa presión ambiental? La respuesta no es sencilla, ni hay una solución mágica. Como todo en educación, requiere paciencia, perseverancia y una cierta dosis de optimismo como manifiesta el adagio castellano: «Siembra que algo queda».
El primer principio es no perder la calma ni ser alarmista. Es cierta la gravedad de los peligros que los acechan, pero es el mundo que les/nos ha tocado vivir y, por tanto, el mejor posible para nosotros. Otras generaciones tuvieron que afrontar peligros, guerras, carencias, abusos, miedos y dificultades que hoy se nos tornan casi inimaginables. A nosotros nos toca salvar las actuales y dejar a nuestros hijos y nietos un mundo mejor que el que nos dejaron.
A partir de ahí, hay que crear entornos sanos, empezando por la propia familia donde el cariño, la comprensión y la seguridad afectiva sirvan como parapetos frente a las amenazas e incomprensiones del mundo. Un clima donde también prime un sano realismo lleno de sentido común, aunque todas las modas se empeñen en desdibujar la realidad y confundirla con ideas e ideologías.
El segundo entorno que hay que cuidar es la elección del centro educativo donde se sientan las bases del conocimiento, de los valores y de las capacidades instrumentales, ya sean las nuevas tecnologías o los idiomas. No deben ser estas últimas las que deben primar en la formación de una escuela, sino el tipo de persona que se quiere ser. Por ello es importante elegir y comprometerse con el colegio cuyo ideario se identifique más con nuestros valores y, en el caso de los centros públicos, exigir que, por respeto a la pluralidad, se tengan en cuenta el modo de pensar y las creencias propias.
El tercer entorno es el de las amistades y aficiones, muchas veces unidas ambas y no muy alejadas de la escuela. La unión de padres que compartan una misma sensibilidad educativa es uno de los diques fundamentales frente al ambiente tóxico que nos rodea.
El cuarto entorno es el cultural que engloba no solo el acceso al mundo digital, sino también al analógico a través de libros, museos, naturaleza, etc. Es una poderosa herramienta que encierra muchas posibilidades que hay que saber explotar. Abrir y mantener la curiosidad intelectual, la sensibilidad con la verdad, la belleza y el bien es jalonar el camino que deben recorrer.
En quinto lugar, el entorno moral que se genera, sobre todo, con el ejemplo. Los valores, si no se convierten en virtudes a través de la práctica, son entelequias. Por ello, la curiosidad intelectual, el rigor de pensamiento, la reflexión, la constancia, el compromiso, la solidaridad y entrega a los demás y, en definitiva, el respeto a uno mismo, a la naturaleza y a los demás son los mejores antídotos contra un ambiente tóxico.
Todos estos entornos no significan un aislamiento del mundo actual. Es la época que nos ha tocado vivir y en la que tenemos el derecho y el deber de aportar nuestro modo de vida, convencidos de que es el mejor para todos. No se trata de generar entornos aislados del mundo actual, sino fortalecerse intelectual, moral y anímicamente.
Por último, pero lo más importante para los creyentes, el entorno de apertura a la trascendencia. En nuestro caso, la fuerza para vivir en el mundo sin ser del mundo, como se decía de los primeros cristianos, no proviene de una ideología, sino del encuentro personal con Cristo, quien nos sigue diciendo: «No tengáis miedo» porque «yo soy el camino, la verdad y la vida».