Coca-Cola, una de las bebidas más famosas y consumidas del mundo, debe su éxito, entre otras cosas, al secreto de su fórmula, creada en 1886, así como la fidelidad a la misma mantenida desde entonces. Un siglo después, en 1985, intentó cambiar esa fórmula con el nombre de New Coke. El resultado fue un desastre económico. La presión de la opinión pública hizo que volviera a la fórmula tradicional.
Siempre me ha resultado curioso que en los productos alimenticios el reclamo de «nuevo» sea más bien escaso frente al de «tradicional», el de toda la vida, como garantía de calidad y buen hacer, ya se trate de las alubias, del flan o del pan.
Por el contrario, me ha resultado preocupante que, en la alimentación de las mentes, en la educación, el término «nuevo» o «progresista» se haya convertido en un término mágico al presentar cualquier teoría o metodología pedagógica, con ese adjetivo como garantía de calidad.
Una cosa es que hayamos alcanzado nuevos conocimientos acerca del hombre, especialmente en las ciencias «duras», y otra que a cualquier teoría pedagógica o psicológica la elevemos a categoría de dogma. Más allá de esos conocimientos, no podemos olvidar que el ser humano sigue siendo el mismo en lo esencial, y que la educación, basada en siglos de experiencia, no puede ser cuestionada por modas de «nuevas pedagogías».
Cada vez más se intenta recuperar la fórmula original de la educación en la que se apela a «ingredientes» tales como la autoridad, el respeto, o el esfuerzo, especialmente en las escuelas y universidades de élite. En esta serie de artículos, que hemos denominado el puzle de la educación, lo que pretendemos es recuperar los ingredientes básicos de una buena educación. Hoy hablaremos del esfuerzo, del compromiso personal por parte del alumno, sin el cual no es posible la educación.
Lo primero que debemos recordar es que aprender o educarse, en el sentido más amplio, no es una tarea pasiva. El niño o alumno no es como la persona lesionada que acude a un fisioterapeuta y que obtiene los efectos sin más necesidad que la de implicarse aceptando los masajes. Por el contrario, el educando tiene que comprometerse, y sin su colaboración activa, seria y sostenida no es posible ni aprender, ni educarse. La diferencia entre estar implicados o comprometidos la explica bien aquella anécdota en la que una gallina le propone a un cerdo abrir un restaurante cuya especialidad sea huevos fritos con bacón, productos propios de ambos. El cerdo, naturalmente, se niega ya que en ese tipo de negocio la gallina solo estaría implicada, pero el cerdo estaría comprometido. La educación requiere el compromiso y el esfuerzo personal.
El segundo error es concebir el aprendizaje o la educación como algo lúdico y divertido para los educandos, y pensar que el esfuerzo y la responsabilidad pertenece solo al educador, que debe entretener, motivar o amenizar el aprendizaje. Sin duda, es bueno «pasarlo» bien mientras se aprende, pero ello no siempre es posible, y la satisfacción de aprender algo se produce como resultado diferido entre el esfuerzo inicial, a veces sostenido, y el resultado final. Tal vez estemos engañando a los jóvenes prometiéndoles felicidad y dándoles solo placeres. Estos últimos se pueden incluso comprar, pero la felicidad es algo que se conquista. En definitiva, una cosa es ser animador sociocultural y otra, muy distinta, es ser educador.
La educación requiere el compromiso y el esfuerzo personal
En tercer lugar, el aprendizaje, y mucho más la educación, requiere tiempo, constancia, atención y paciencia. En el mundo digital que nos ha tocado vivir, todo ocurre de modo inmediato tras pulsar el clic correspondiente. Con esa velocidad tenemos acceso inmediato a un aluvión de información. Para digerir esa información y obtener conocimientos, se requiere tener los criterios necesarios, la capacidad de pensar, de relacionar, sintetizar, valorar y extraer conclusiones. Todo ello requiere tiempo, silencio y reflexión, algo que no abunda ni en la sociedad ni en la educación.
Mucho más importante es el compromiso personal en la adquisición de aquellas virtudes que hacen grande a una persona. Ser responsable, solidario, valiente o prudente no se consigue de modo pasivo, ni siquiera solo leyendo sobre dichos valores, sino a través del compromiso vital, de la práctica de hábitos que generan un modo de ser y de entender la vida.
En cuarto lugar, urge recuperar el coraje de exigir, venciendo la resistencia que siempre surge en el ser humano, cuando lo sacamos de su espacio de confort. Una educación que evita suspender o disimula el fracaso a costa de bajar los niveles de exigencia, no solo en lo académico sino en lo social, es una educación que genera mediocridad y traiciona a los jóvenes al no ayudarlos a sacar lo mejor de sí mismos. Tal vez, en el fondo, lo que exista es la comodidad o cobardía de una sociedad, y una educación que no se atreve a pedir ningún tipo de esfuerzo.
Me lo explicaba un gran profesional al comienzo de mi carrera: «Hay dos modos de entender la educación: exigir, incluso suspender si fuera necesario, para que aprueben la vida, o aprobarlos sin exigir, y que los suspenda la vida».
Hoy compruebo que esa alternativa, que era de tipo personal por parte de cada profesor, se ha convertido en la opción social e institucional del sistema educativo: aprobamos a todos y «nos quitamos» un problema. Lo malo es que la vida no perdona y estamos generando otro problema mucho mayor, de tipo personal y social. La mediocridad, y no la excelencia, será el ambiente de la sociedad.
El protagonismo del joven es una de las piezas fundamentales de la educación; es necesario contar con ellos, exigirlos y no traicionarlos con placebos de felicidad. En cualquier caso, nadie puede andar el camino por ellos, como con acierto el maestro Morfeo le dice a Neo en Matrix: «Con el tiempo aprenderás que hay diferencia entre conocer el camino y andarlo. Yo solo puedo mostrarte la puerta, eres tú quien debe abrir».