Por Isaac Merenciano Lucas
Dice el papa Francisco en Querida Amazonia (§100):
«[…] invita a expandir la mirada para evitar reducir nuestra comprensión de la Iglesia a estructuras funcionales. Ese reduccionismo nos llevaría a pensar que se otorgaría a las mujeres un status y una participación mayor en la Iglesia sólo si se les diera acceso al orden sagrado. Pero esta mirada en realidad limitaría las perspectivas, nos orientaría a clericalizar a las mujeres, disminuiría el gran valor de lo que ellas ya han dado y provocaría sutilmente un empobrecimiento de su aporte indispensable».
La complementariedad entre hombre y mujer de la que hablábamos en el artículo anterior (¿Nuevo feminismo? Del génesis al siglo XXI), es comunicación de lo que Dios mismo es: relación interpersonal, trinitaria. Dios es uno en Trinidad indisoluble, y no solamente es uno en el amor y por el amor, sino que Dios mismo es amor. La comunicación, relación interpersonal de Dios, es comunión amorosa, unión de amor. Ya dice El Cantar de los Cantares: «Es fuerte el amor como la muerte», el amor no es que una a dos de forma inseparable, sino que los hace uno; avisa el Génesis: serán los dos una sola cosa.
Ahora bien, si Dios es así, y el hombre es creado a imagen suya y llamado a la semejanza, solo mirando a Dios podemos obtener respuestas que son incontestables mirando solo al suelo. Dice santo Tomás que el Padre es el que unge, el Hijo es el ungido y el Espíritu Santo la unción: el Padre, el Hijo y el amor de ambos. Tanto amaba el Padre al Hijo y tanto se gozaba el Hijo en el amor del Padre que de esa mirada de amor procedió el Espíritu Santo desde toda la eternidad. Dijo Benedicto XVI en unas llamativas palabras que «no hay imagen en la tierra más exacta de la Trinidad que el matrimonio en el acto conyugal». El varón es donante, la mujer custodia el amor. Amor fecundante, dador de vida. Un libro, para nada católico, Por qué los hombres no escuchan y las mujeres no entienden los mapas, hará un estudio de antropología social y llegará a la conclusión de que varón y mujer desarrollaron una serie de habilidades para ser complementarios. El gran problema ha sido realzar la figura del varón por sus labores, de fuerza y llamativas. Pero es la mujer la que, desde una función más anónima enseña lo que es constancia y entrega generosa. Si Dios hace labores asombrosas mostrándose como Padre de un pueblo en Israel, no menos importante es el cuidado providente propio de una madre durante toda su historia («Como la gallina reúne a los pollitos bajo sus alas…», «como una madre…»).
También Cristo se hace esposo de la Iglesia. Cristo da su vida por la Iglesia, es amor donante, y la Iglesia recibe ese amor, lo custodia, y lo hace vivificar «dando hijos a Dios». Por eso sentencia Pablo «Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos»; ¡por favor! ¡entiéndase! Está pidiendo docilidad al amor del esposo: el matrimonio sacramental es unión y llamada a la santidad y, como todo camino de santidad, es acoger el don de Dios: «mujer, se dócil a Dios que te ama por medio de tu marido». Por eso le acompaña san Pablo con un aviso a los varones, no menos importante: «da la vida por tu esposa y ámala como Cristo ama a su Iglesia»: es decir, solo desde la reciprocidad del amor puede dar frutos gozosos de vida.
Por eso avisa el papa que ver la Iglesia como una estructura funcional es pobre y reduccionista: la Iglesia es esposa de Cristo, el carácter femenino en esta relación esponsal de Dios y el ser humano. Pero la Iglesia, como cuerpo de Cristo, Cristo Dios y Cristo hombre, también tiene carácter masculino y femenino. Solo desde esta comprensión podemos situar la correcta función del varón y la mujer en la Iglesia. Solo desde esta visión podemos entender el ministerio sacerdotal y los frutos de la Iglesia. El sacerdocio no es poder, es servicio. Por eso en la ordenación sacerdotal se pide al neo–presbítero que configure su vida con aquello que celebra en el altar, y ¿qué celebra en el altar sino a Cristo víctima, ofreciéndose por la humanidad? No hay mayor imagen del amor varonil que Cristo crucificado. Pero no hay mayor imagen femenina que Cristo mismo acogiendo la Cruz. Es Cristo la plenitud del hombre, varón y mujer. Solo configurándose cada persona en su carácter masculino y femenino puede ser el hombre, varón y mujer, pleno y fecundo. Porque, además, no hay fecundidad sin plenitud ni plenitud sin fecundidad. Un matrimonio no cerrado a sí mismo es fecundo; incluso en la esterilidad física está haciendo germinar el mundo, está testimoniando el valor de la entrega y la acogida, del don y la donación.
Así pues, entendemos que la función de la Iglesia y de sus miembros, varón y mujer, no es tanto una función determinada, una labor de oficina, de éxitos empresariales, sino que es una función mística. Los frutos de amor hunden sus raíces en las razones evangélicas: crecer en lo oculto, morir para vivir, dar la vida, cruz y aparente fracaso. Solo desde esta óptica entendemos el lugar de la mujer y el varón en la Iglesia. El presbítero se configura con la misma persona de Cristo, por eso solo un varón puede decir con total realidad «este es mi cuerpo», porque es Cristo hombre quien lo pronuncia sacramentalmente en la persona del sacerdote. Precisamente por esto una mujer incorporada al Cuerpo Místico de Cristo por el bautismo contribuye a asemejar el carácter femenino de Dios. Dios mismo, en el sacrificio de la encarnación, del vaciamiento total, quiere necesitar a la Virgen para que custodie y haga fructificar la encarnación.