La muerte de nuestro bien amado Abelardo nos impulsa a buscarlo en nuestros recuerdos, para que se nos adentre más y siga siendo maestro de nuestra espiritualidad.
Me ha entusiasmado saber lo identificado que se sentía al contemplar este delicioso cuadro de Esteban Bartolomé Murillo: La Virgen de la faja, pintado en 1660, uno de los cuadros que mejor representa la religiosidad popular de cualquier creyente que haya calado en el misterio de la Buena Nueva de Cristo.
Al mirar, veo la personalidad de Abelardo entre todos los componentes de este prodigioso óleo. Con solo detener tu mirada en las manchas de color, tan hábilmente dispuestos, —tonalidades de blancos, azules, rojos, verdes, marrones, sutilmente contrastados en pliegues y transparencias, en contrastes de sombras y el protagonismo de la luz que viene de lo alto— percibes el escalofrío que le producía a su sensibilidad la belleza que place a la vista.
Pero su alma se desvela en la escena. Primero en la bellísima doncella que, como madre virginal, atiende cuidadosamente las necesidades más primarias de su chiquitín. María es Inmaculada porque es madre de Dios, pero lo es porque en una sola persona el Verbo de Dios se encarnó en las entrañas de la doncella de Israel. ¡Es madre! Qué ternura, qué delicadeza en sus ágiles manos, cómo asegura los pañales; sí, porque nuestro niño Dios se hace pipí y sus caquitas, al ritmo imprevisto de los bebés, pero siempre previsto por la madre, fijaos en las toallas o en la venda de la izquierda que ha de sujetar pañales y proteger el ombliguito.
Abelardo, laico consagrado para servir a los laicos, se ve reflejado en esta actitud de María: al servicio de todos los detalles que demanda la realidad, con la atención y esmero de su más amada Inmaculada. Mira Abelardo su rostro y se siente emocionado por su tenue gesto compungido. María sabe, como Abelardo sabe, que este candoroso niño ha venido para subirse al madero de la cruz porque «tiene el pecho del amor muy lastimado». Bien sabe que el camino de Dios pasa por la cruz. Pero sabe más, conoce que en el resplandor y blancura de ese niñito está prefigurada la eucaristía, en ese niñito está en ciernes el pan blanco que nos ha de llevar a la vida eterna. La mirada de María y su sublime elegancia lo dice todo, es todo. Y Abelardo aprendió, al contemplarlo, a ser un niño que se abandona en el misterio escondido de la madre.
La luz que viene de lo alto entre el cortinaje rojizo aterciopelado abre el espacio a la presencia de lo alto. Lo invisible se hace visible. Los querubines revolotean en su presencia y delicadas melodías se hacen audibles en violines y laudes y en los gestos delicados de los músicos que atestiguan la presencia real de Dios en la historia de la humanidad.
Dios ha acampado entre nosotros y Abelardo —que lo sabe— exulta de gozo y consagra su vida a servir al niño, a la madre, a la Iglesia y a la humanidad entre toallas, vendajes y pañales. ¿No le oís su voz en el ángel de la partitura? ¿No veis quién ha ayudado a doblar las toallas?