Una voz en la noche
Una voz potente rasga cantando la noche estrellada de Gredos. Cien jóvenes absortos la escuchan en silencio. Su melodía, su ritmo, no es la de su generación, pero eso poco importa. La magia del momento, la profundidad del mensaje, la vida de Abelardo hecha canción les lleva a otro mundo, a otra dimensión. Simplemente, les acerca a Dios.
Y tras la canción, el silencio. Y tras el silencio, la voz de Abe se alza de nuevo, potente, acogedora, vibrante, para elevar el corazón a Dios.
—Esas estrellas parpadeantes que enviaron su luz hace millones de años y que hoy llega hasta ti, son guiños de Dios que te quiere, y que en cada parpadeo te repite, ¡te amo!, ¡te amo!, ¡te amo!
Esas palabras quedan resonando en el corazón de aquellos jóvenes mientras contemplan en silencio el cielo infinito, la noche cuajada de estrellas.
Una palabra que orienta
Esa voz, que en la noche era corazón y se trasformaba en oración, durante el día era maestra y guía. Abelardo en el campamento volcaba todo su ser y su rica personalidad. Su humor y emotividad en el fuego de campamento se trasformaban en orientación y elevación de la mirada al final de las asambleas.
Tras una rica reunión en el que todos los acampados habían tomado la palabra para iluminar el punto de que se tratase, Abelardo cerraba con una intervención que orientaba la vida del campamento, y de toda la institución. Era entonces el maestro, que sentado en su cátedra de granito, se sentía a la vez heredero de una riqueza, y responsable de un carisma que Dios había regalado a la Iglesia para el bien de los hombres.
El maestro que enseña
Aunque quizás el momento más importante de la vida del campamento, en el que Abelardo volcase su esencia misma, eran las reuniones de jefes. En ellas, todos los días, los responsables de cada grupo —escuadras, como se las llamaba— se reunían para evaluar cómo iba el campamento. Pero más que un tiempo para organizar la vida de esos cien jóvenes, era el momento en el que Abe enseñaba a aquellos aprendices de educadores a ser auténticos maestros y a ilusionarse con la educación de las nuevas generaciones.
Cada uno de los asistentes a esa reunión comentaba cómo iba ayudando a crecer a los jóvenes que les eran encomendados. Y Abelardo escuchaba, preguntaba, apuntillaba, para en un auténtico diálogo socrático, enseñar a esos jóvenes a ser auténticamente educadores.
¡Cuántos padres de familia, sacerdotes, profesores se han forjado en esta escuela! Como decía un estudiante de magisterio:
—He aprendido más en quince días aquí sobre lo que es educar, que en los tres años de carrera.
El amigo que escucha
Y esa voz alegre del chiste, vibrante en la canción, firme en la asamblea, sugerente en la reunión de jefes, se volvía tierna y acogedora en la charla personal.
Horas de charla con los acampados, para que todos aquellos grandes ideales que se plasmaban en las intervenciones públicas, se hiciesen carne adaptándose a cada persona. Escuchando confidencias, levantando en las caídas, ilusionando con ideales de santidad.
La confidencia en las conversaciones era el alma del campamento, sin las cuales no se podría entender nada de lo que se vivía y exigía. Era el musgo que suaviza la dureza de la roca. Ayudaba a concretar esas aspiraciones de autoexigencia, de construir ricas personalidades, de tender a la más alta santidad, sin romperse en las miserias y los fracasos, sin desalentarse por las numerosas derrotas, creciendo desde el realismo esperanzado de un verdadero humanismo cristiano. Lejos de la autocomplacencia y del voluntarismo.
Un eco que perdura
En las noches del circo de Gredos el campamento, al pie de la laguna grande, todo el campamento, con una sola voz, canta la salve a la Virgen de Gredos, escondida en una grieta. Y con voz potente, el jefe de campamento lanza un grito que resuena en las rocas y en los corazones: ¡Santa María de la Montaña, reina y madre nuestra! ¡Bendice nuestro campamento! ¡Bendice nuestras familias! ¡Bendice la juventud de España, América, el mundo! Y en eco de las palabras de san Francisco Javier, ante la invocación «¡Por Cristo, por la Virgen, por la Iglesia!» Todos responden ¡Más, más y más!
Y el eco multiplica el eco por todo el circo.
Todos los que disfrutamos de esos inolvidables campamentos, no podemos menos que dar gracias a Dios para el inmenso don de haber conocido a Abelardo. Y pedirle al Padre de los cielos que hoy siga también resonando su voz en la noche, su palabra en nuestras asambleas, su orientación en nuestra labor de educadores, su cercanía y ternura cuando nos acerquemos a cada joven.
Nuestras vidas serán así como ese eco de Gredos, el eco de una voz. De algún modo, en la propia vida del campamento se prolonga la vida y enseñanza de Abelardo.
Y en las noches estrelladas de Gredos, ante el eco sobrecogedor de las montañas, el campamento seguirá cantando cada año a la Virgen de Gredos.
Yo vine buscando la paz
a las cumbres que hay en Gredos,
y encontré lo que buscaba,
aprendí a ganar perdiendo,
y en este juego divino
aprendí a gozar sufriendo.
¡Oh, juego divino
de mi campamento!
Abelardo educador forjando personalidades vigorosas en contrastes: canción y exigencia, vigor y ternura, roca y musgo.