La ternura que nos produce todo el imaginario navideño que pone en el centro del foco celebrativo la figura de Dios Niño, me da oportunidad para la reflexión de educador acerca del papel que representa hoy el niño en nuestras vigencias culturales.
No es raro oír a personas mayores expresiones quejumbrosas que vienen a decir: “cuando éramos niños nos mandaban arbitrariamente los padres y el resto de los adultos; hoy nos mandan caprichosamente los hijos o los nietos”. ¿Qué ha cambiado realmente en la estimativa social del niño?
La aportación de la tecno–ciencia en el ámbito de la genética ha proporcionado los instrumentos para posibilitar la gestación a la medida del deseo y del cálculo programador de los padres. En consecuencia, se ha producido una suerte de exaltación del “hijo deseado”. El ser hijo deseado o no serlo, se ha convertido incluso en presupuesto desde el cual se trata de explicar frecuentemente el comportamiento de niños, adolescentes y adultos.
La cosa parece tener cierta lógica: los hijos deseados se supone que no corren el riesgo del rechazo subconsciente por llegar inoportunamente a la vida de los padres y, además, tendrán la posibilidad de llegar en las mejores disposiciones anímicas y quizás físicas de unos padres anhelantes de satisfacer su pulsión a la paternidad y la maternidad. Sin embargo en la médula de la actitud receptora del hijo hay un componente ético que quizás tenga una proyección educativa de largo alcance: no es lo mismo transmitir a un hijo el mensaje de que lo queremos y es valioso porque vino a colmar nuestros deseos de felicidad, que dejarle patente que, independientemente de nuestro deseo, lo queremos y es valioso simplemente porque es persona y es nuestro hijo y está ahí, entrara o no entrara en nuestra programación.
Quizás, paradójicamente, esto explique algunas de las sociopatías de ciertos jóvenes en la vida familiar y escolar. Mientras se siente la vida y su cuidado como un don recibido de los padres a cambio de nada, es probable que los hijos se sientan deudores de sus progenitores y se comporten como tales. A partir del momento en que se les quiera persuadir de que fueron buscados y deseados para colmar los deseos de felicidad de la pareja, quizás se sientan legitimados para comportarse como acreedores y exijan el precio de su aportación. Entonces tratarán de cobrar la factura de su contribución y de ocupar su trono y exigir servicios de reyes. ¿Será por esto que hay hoy tantos padres que no se atreven a desestabilizar el equilibrio afectivo del “do ut des” con los hijos practicando un permisivismo letal para el niño? ¿Aman a los hijos porque los hijos necesitan ser amados para crecer como personas, o los aman para ser ellos amados por los hijos? ¡Cuánto hay de solipsismo en muchos de los desparrames superprotectores afectivos de muchos padres! Si ellos no aciertan a ver que hay la misma distancia entre el deseo y la aceptación, que entre el animal y el ser humano, tendríamos que dudar de si están preparados para ser padres. Algún sociólogo perspicaz decía hace poco en una tertulia radiofónica que hoy hay muchas parejas (sintomático: ya casi no se usa el término matrimonio…) que no tienen hijos: simplemente tienen niños.
Pero quizás sea necesario enfatizar que uno de los primeros derechos naturales del niño es el derecho a tener padres y, por lo tanto, a ser hijo con todo lo que esto comporta. Y que los derechos de los padres, una vez comprometidos a tener hijos, han de considerarse derechos dependientes y subordinados al derecho prevalente de los hijos.
Después del curso de esta reflexión se pone de relieve todo el valor del “fiat” mariano: la aceptación de una maternidad contra toda programación, contra toda seguridad y contra toda lógica. María no chequea sus deseos, la oportunidad en la situación social o económica para responder al anuncio de su maternidad. Llego a pensar que ni siquiera es un “sí” a la maternidad. Lo suyo fue un “sí” a la Voluntad, al Querer de Dios.