Conmemorar el bicentenario del nacimiento de Don Bosco me da ocasión para reflexionar acerca de lo que representa la presencia de la escuela cristiana en el mundo de la educación. Desde los mismos orígenes del cristianismo hay una pulsión natural docente, toda vez que la Iglesia se siente depositaria de un mensaje que ha de mostrar —enseñar— a todos los hombres por mandato del mismo Jesucristo.
Ese imperativo docente-evangelizador estimulará la preocupación por la búsqueda de los recursos más eficaces que garanticen el encuentro del discente con el Mensaje. Lo que dará lugar a una pléyade de educadores —educadores, que no siempre pedagogos— dispuestos a poner la educación en perspectiva trascendente.
Es cierto que el hecho de apuntar a una “metaenseñanza” no aparta a la educación cristiana del rebufo de los movimientos que se han ido sucediendo en la historia de la pedagogía. Durante largo tiempo, la escuela que hemos denominado tradicional colocó el centro de gravedad de su organización en el depósito de conocimientos y valores que, sedimentados con el tiempo en una determinada comunidad, se pretende transmitir a los jóvenes educandos para que los reproduzcan.
El arte educativo consistirá en usar las mejores estrategias para asegurar la transmisión y la reproducción echando mano habitualmente de los refuerzos operantes positivos o negativos de conducta.
La Reforma luterana pone en cuestión el depósito de verdades religiosas de la comunidad cristiana, lo que motiva reactivamente una acción educativa que se centrará en los contenidos conceptuales cuestionados. Ello da lugar a ese perfil de escuela de fuerte rigor y disciplina intelectual que caracteriza durante largo tiempo a los centros de enseñanza católicos, de los que serán un claro ejemplo las “ratio studiorum” de jesuitas y escolapios.
A raíz del eudemonismo de Rousseau la educación dará un giro en el siglo XIX, poniendo el eje de la acción docente no ya en los conocimientos y el esfuerzo por alcanzarlos, sino en el niño-educando y la adaptación a las demandas de sus hechuras psíquicas. El magistrocentrismo tradicional será sustituido por un paidocentrismo próximo, en ocasiones, al libertarismo.
Bajo la vigencia de los fundamentos científicos y tecnológicos de la nueva sociedad nace una “escuela nueva” que pretende perfilar sus señas de identidad por oposición a la escuela tradicional. El niño ya no es sólo memoria y entendimiento, sino que se toman en cuenta otras dimensiones de la personalidad de las que se debe ocupar la educación.
La escuela pasará a ser fuente de experiencias, no sólo ámbito de adquisición de conocimientos factuales y conceptuales; adquiere una especial relevancia el contacto con la naturaleza y el aprendizaje a través de la actividad, integrando en ocasiones el formato del trabajo productivo a sus métodos formales para vincular teoría y práctica: para acercar la escuela a la vida y la vida a la escuela.
Frente a la vigencia del orden y de la disciplina que presidía la organización de la escuela tradicional, la escuela nueva hará de la libertad del niño su enseña, libertad que muy frecuentemente se asimila a un “esponteneismo” sin rumbo. Y coherentemente con la idea eje de que el niño, bueno por naturaleza, es pervertido por la sociedad, se pretenderá mantenerlo aislado de toda doctrina y enseñanza que no sea la pretendida razón universal.
En estas inquietudes anda la escuela del XIX cuando Don Bosco, bastante ajeno seguramente a los afanes metodológicos de los pedagogos de oficio, percibe la misma urgencia de poner en el centro a los muchachos, no a las verdades académicas; de prepararlos para la vida mediante la forja del trabajo; de entender que más que luz, necesitan el calor de la presencia amiga preventiva del maestro; que más allá de la aulas hay espacios en los que puede germinar una educación sólida. Y sobre todo, que en cada uno de ellos hay un alma a salvar: Dame las almas; y quítame lo demás. Es esto lo que representa la casa-hogar de Valdocco y el oratorio festivo. Se vierte un nuevo estilo de evangelizar educando en el torrente de la tradición educativa cristiana.
Rastreando el “genoma” pedagógico del modelo de educación de la Cruzada-Milicia, quizás podamos advertir una suerte de injerto de ese modelo flexible y cálido de Don Bosco sobre el sólido y riguroso pie o patrón jesuítico. Y ese modelo es, sin duda, producto del encuentro germinal de dos personalidades —el P. Morales y Abelardo— compartiendo los mismos afanes desde talantes tan distintos.
El espíritu de exigencia y superación, imprescindible en todo acto educativo, en clima de libertad comprometida, de comunión con la naturaleza más pura, de cercanía de hogar, de compromiso con la brega de la secularidad. Y todo ello bajo la presencia preventiva y cálida de maestros —de maestros sin escuela—, maestros a la intemperie. En la Cruzada-Milicia de Santa María el método preventivo se llamará “pedagogía campamental”.