Por Mons. Juan Carlos Elizalde, Obispo de Vitoria
0.- Felicidad, consolación y alegría, como criterio de discernimiento
Todos queremos ser felices y nadie quiere ser un infeliz. Elegimos bien cuando acertamos en el camino de la felicidad. Formamos una familia, somos sacerdotes o abrazamos la vida consagrada, porque creemos que ahí vamos a encontrar la felicidad. San Ignacio, en sus ejercicios, habla de consolación y desolación. Nos enseña a detectar la desolación para huir de ella buscando la consolación.
Llama desolación espiritual, en el número 317 de las reglas para discernir a la «oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste, y como separada de su Criador y Señor. Porque, así como la consolación es contraria a la desolación, de la misma manera los pensamientos que salen de la consolación son contrarios a los pensamientos que salen de la desolación».
El remedio definitivo para esta tristeza, en santo Tomás de Aquino, es la encarnación del Verbo; justamente Dios baja, se encarna, nos encuentra. La respuesta a nuestra situación, a nuestro deseo, es Cristo.
«La alegría matrimonial, que puede vivirse aun en medio del dolor, implica aceptar que el matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos, […] que mueve a los esposos a cuidarse: “se prestan mutuamente ayuda y servicio”» (Amoris laetitia, 126).
De la mano de Amoris laetitia abordamos el tema fundamental: fuentes y fugas de la alegría familiar. La felicidad no es estática. Podemos dar con ella y se nos puede desvanecer. Indico cuatro constantes en las fuentes y en las fugas.
1.- La creatividad y la rutina: fuente y fuga
La costumbre y la repetición incesante de las cosas más maravillosas, como los sacramentos en la vida, nos pueden llevar a vivirlos vacíos de sentido. La rutina puede vaciar la vida. La exhortación anima a recuperar la primera mirada:
«La experiencia estética del amor se expresa en esa mirada que contempla al otro como un fin en sí mismo, aunque esté enfermo, viejo o privado de atractivos sensibles. La mirada que valora tiene una enorme importancia, y retacearla suele hacer daño. ¡Cuántas cosas hacen a veces los cónyuges y los hijos para ser mirados y tenidos en cuenta! Muchas heridas y crisis se originan cuando dejamos de contemplarnos. Eso es lo que expresan algunas quejas y reclamos que se escuchan en las familias: “Mi esposo no me mira, para él parece que soy invisible”. “Por favor, mírame cuando te hablo”. “Mi esposa ya no me mira, ahora solo tiene ojos para sus hijos”. “En mi casa yo no le importo a nadie, y ni siquiera me ven, como si no existiera”. El amor abre los ojos y permite ver, más allá de todo, cuánto vale un ser humano» (128).
A un abogado matrimonialista de Pamplona se le ocurrió decir en unos cursillos prematrimoniales de la parroquia: «Os doy dos noticias: noticia buena, noticia mala. Tengo que deciros que la mitad de los que estáis aquí os separareis, según la estadística. Noticia buena: podéis elegir la mitad que queráis porque el matrimonio no es una lotería». Y efectivamente, es un tema de cuidarse y escoger la mitad en la que se quiere vivir.
Lo normal es vivir en consolación, en armonía, en paz y serena alegría. Hay matrimonios que ponen ante el Señor toda la vida y con él, en diálogo, abordan las alegrías y las penas.
Amoris laetitia, cuando habla de la rutina, dice: «La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo, que también son parte de su dramática belleza. Hay que ayudar a descubrir que una crisis superada no lleva a una relación con menor intensidad sino a mejorar, asentar y madurar el vino de la unión. No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis implica un aprendizaje […] Cada crisis esconde una buena noticia que hay que saber escuchar afinando el oído del corazón» (232).
Frente a la rutina, como señalamos anteriormente, santo Tomás propone la encarnación del Verbo, el sacramento del matrimonio, la realidad del sacramento. Dios se vincula a través de nuestra vida, a través de signos como el sacramento de la penitencia o el matrimonio.
«La mediación que Dios tiene para amarte es tu cónyuge, es signo sacramental de la presencia del Señor. El sacramento es Cristo mismo que sale al encuentro a través de los esposos cristianos, permanece con ellos, les da la fuerza después de esperarlos en la cruz, de perdonarse mutuamente y de llevar las cargas. El matrimonio es un signo que significa lo que Cristo amó y ama a su Iglesia» (123).
«La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos. En definitiva, la espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el amor divino» (315).
2.- El proyecto y el individualismo: fuente y fuga
Como una niebla baja, el individualismo reinante nos empapa. Olvidamos que estamos hechos en diálogo y si algo supone diálogo es, precisamente, el matrimonio.
El individualismo es un atentado contra la comunión. Es opuesto a la donación de sí mismo. El sujeto se encierra en sí mismo.
El mismo abogado matrimonialista decía: «¿No conocéis gente que viviendo juntos se han casado y se han separado a los ocho meses? No se tendrían que haber casado, funcionaban bien como piso de estudiantes, pero al meterse en algo más grande, al asumir un proyecto común, eso explota».
¿Cuándo se separa también nuestra gente? Cuando no hay proyecto por el que luchar. Si, además, se aparta la posibilidad de un hijo, uno queda a merced de su subjetividad y de su egoísmo. Los hijos son el corazón del proyecto; cuando perdemos el proyecto, se quedan en una pareja vuelta sobre sí misma o en individualidades que se compensan.
«Quisiera repetirlo. ¡Tres palabras clave! Cuando en una familia no se es entrometido y se pide “permiso”, cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir “gracias”, y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir “perdón”, en esa familia hay paz y hay alegría. No seamos mezquinos en el uso de estas palabras» (133).
El diálogo en la comunicación es el antídoto al individualismo. «Darse tiempo, tiempo de calidad, que consiste en escuchar con paciencia y atención, hasta que el otro haya expresado todo lo que necesitaba […] Pero son frecuentes lamentos como estos: “No me escucha. Cuando parece que lo está haciendo, en realidad está pensando en otra cosa”» (137).
«Es importante la capacidad de expresar lo que uno siente sin lastimar; utilizar un lenguaje y un modo de hablar que pueda ser más fácilmente aceptado o tolerado por el otro, aunque el contenido sea exigente; plantear los propios reclamos, pero sin descargar la ira como forma de venganza, y evitar un lenguaje moralizante que solo busque agredir, ironizar, culpar, herir» (139).
«Hay gente que se casa adolescente, que su psicología se ha fijado ahí. Eso lastima su capacidad de entregarse. Una relación mal vivida con la familia que no ha sido sanada reaparece y daña la vida conyugal» (Cf. 240).
Cuando la relación entre cónyuges no va bien, hay que curarse, curar la propia historia. Frente al individualismo, el remedio radical la encarnación del Verbo. Reconocer al Verbo de la vida en la otra persona, saberse perdonado por el Señor, abre un mundo de posibilidades en la familia.
Una pareja que yo había casado me invitó a cenar. En un momento determinado subió la conversación y ella lo formuló así: «Nadie me ha hecho tanto daño». Me quedé sorprendido. Tiene una doble formulación: hay quien dice que se han hecho mucho daño, se parapetan, no esperan más y punto, no se vuelven a hacer más daño porque han tocado techo.
Recuperar el sacramento del matrimonio, la intuición primera que los llevó al altar, es saber que hay misión y envío y que, por tanto, podemos perdonar como hemos sido perdonados.
3.- El descanso y el cansancio: fuente y fuga
En todas las vocaciones hay cansancio. La vida cuesta, cansa, es una carrera de obstáculos, una carrera de fondo.
Amoris laetitia se fija en muchos aspectos que hacen dolorosa la vida de familia, habla de las expectativas ilimitadas del corazón humano que topan con la realidad. El peso del compromiso adquirido que exige donación completa, con tantos defectos. El peso de los mayores, de los hijos, los problemas de trabajo y económicos, etc.
¿Por qué desaparece mi alegría? Por el cansancio, la contradicción, el conflicto y la preocupación. Cuanto mayor es el peso de la vida, más hay que cuidar el corazón.
Unos chavales me decían: «Si salieran mis padres más a cenar con amigos, iría en casa todo mejor». La intuición es válida. Hay fugas de la alegría. El cansancio es una de ellas.
Frente a ello san Ignacio (EE 318) dice: «…en tiempos de desolación, no hacer mudanza». La tentación es mudarnos; el remedio es la encarnación del Verbo, la vuelta a la primera decisión, antes de la desolación.
Hay un cansancio mortal a mitad de la vida. En La mitad de la vida como tarea espiritual, Anselm Grün y sus monjes benedictinos afrontan por qué a la edad de la madurez se van tantos monjes del monasterio. Dan una respuesta a este tema: al demonio meridiano.
La reacción inmediata es la huida: cambiar de lugar o aferrarse a lo externo. Pero en cambio, hay que asumir la apretura. Si tenemos otras huidas, si cambiamos de persona o de vocación, nos cerramos al nacimiento de Dios, insiste Taulero.
Abrir el hogar familiar a Dios, descansar en él, es recuperar la alegría.
«La oración en familia es un medio privilegiado para expresar y fortalecer esta fe pascual. El camino comunitario de oración alcanza su culminación participando juntos de la eucaristía […] La eucaristía es el sacramento de la nueva alianza donde se actualiza la acción redentora de Cristo (cf. Lc 22,20). Así se advierten los lazos íntimos que existen entre la vida matrimonial y la eucaristía. El alimento de la eucaristía es fuerza y estímulo para vivir cada día la alianza matrimonial como “iglesia doméstica”» (318).
4.- Superar o sucumbir a las tentaciones: fuente y fuga
Ulises quería acabar sus aventuras. Deseaba volver a abrazar a su mujer Penélope regresando a su patria. Pero debía atravesar un punto crítico donde, ante el canto de las sirenas, los hombres enloquecían, hacían virar el rumbo de sus naves y naufragaban. Es la imagen viva de la tentación.
Ulises tapó los oídos de sus marineros y él, atado al palo mayor de la nave, enloqueció al oír el cántico de sirenas, pero los marineros sin escuchar ni las sirenas ni las órdenes de su jefe, volvieron impertérritos a Ítaca. Decía el padre Cantalamessa en Jerusalén: «El amor siempre corre peligro, nos atamos para asegurar el amor. Nunca el corazón está entero. Peligros por fuera y por dentro. Solo la obligación de amar asegura el amor».
El matrimonio y la familia se enfrentan a tentaciones exteriores e interiores: la infidelidad, el trabajo absorbente, la superficialidad, la vida que no satisface ni alegra, los diversos engaños y las falsas expectativas. Superar la tentación se convierte en fuente de alegría.
Amoris laetitia enumera algunas tentaciones:
• La tentación de ver solo el lado oscuro de las personas.
La persona del cónyuge es más que sus defectos:
«Recuerda que esos defectos son solo una parte, no son la totalidad del ser del otro. Un hecho desagradable en la relación no es la totalidad de esa relación. Entonces, se puede aceptar con sencillez que todos somos una compleja combinación de luces y de sombras […] Me ama como es y como puede, con sus límites, pero que su amor sea imperfecto no significa que sea falso o que no sea real» (113).
• La tentación de la resignación o de la ira.
«Tener paciencia no es dejar que nos maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como objetos. El problema es cuando exigimos que las relaciones sean celestiales o que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y esperamos que solo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad» (92).
• La tentación de no perdonar.
«Hoy sabemos que para poder perdonar necesitamos pasar por la experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las personas que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos. Eso hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando del afecto, llenándonos de temores en las relaciones interpersonales. Entonces, poder culpar a otros se convierte en un falso alivio. Hace falta orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir con las propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder tener esa misma actitud con los demás» (107).
• La tentación de sospechar y perder la confianza.
«Alguien que sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo aman de manera incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas y debilidades, fingir lo que no es. En cambio, una familia donde reina una básica y cariñosa confianza, y donde siempre se vuelve a confiar a pesar de todo, permite que brote la verdadera identidad de sus miembros, y hace que espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad o la mentira» (115).
• La tentación de idealizar la relación.
«Si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla» (92).
• La tentación de la pasividad.
Es propia de quien dice «me encanta la vida de familia», pero luego es un consumidor compulsivo, pasivo, egocéntrico.
«Quien ama, no solo evita hablar demasiado de sí mismo, sino que, además, porque está centrado en los demás, sabe ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro» (97).
• La tentación de la cultura de lo provisorio.
«Un amor débil o enfermo, incapaz de aceptar el matrimonio como un desafío que requiere luchar, renacer, reinventarse y empezar siempre de nuevo hasta la muerte no puede sostener un nivel alto de compromiso. Cede a la cultura de lo provisorio, que impide un proceso constante de crecimiento. Pero “prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada”» (124).
• La tentación de la posesividad.
«Hay un punto donde el amor de la pareja alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio de sana autonomía: cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un dueño mucho más importante, su único Señor. Nadie más puede pretender tomar posesión de la intimidad más personal y secreta del ser amado y solo él puede ocupar el centro de su vida. […] Necesitamos invocar cada día la acción del Espíritu para que esta libertad interior sea posible» (320).
Necesitamos matrimonios proféticos que desenmascaren las tentaciones de cada época. Es fundamental un acompañamiento matrimonial personal y comunitario. Necesitamos matrimonios que reconozcan, como misión matrimonial, la ayuda a otros matrimonios. Los encomendamos al Señor con la oración última de Amoris laetitia
Jesús, María y José
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.
Santa familia de Nazaret,
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas iglesias domésticas.
Santa familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.
Santa familia de Nazaret,
haz tomar conciencia a todos
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.
Jesús, María y José,
escuchad, acoged nuestra súplica.
Amén