Por Equipo Pedagógico Ágora
En esta conmemoración de Amoris laetitia nos fijamos en un lienzo de Pablo Ruiz Picasso titulado Maternidad, realizado en 1921, con un tamaño de 162 por 97 cm.
Picasso lo pintó tras el nacimiento de su primogénito Paul, fruto de la relación con Olga, su primera esposa, que supuso una fuente de inspiración artística en torno a la maternidad y la familia, marcada por una ternura hasta entonces desconocida en el pintor.
Se sirve de figuras monumentales, típicas de su producción de entonces, que agigantan los volúmenes de manera simbólica para destacar lo que para el artista tiene más importancia.
En este cuadro hallamos algo sorprendente y genial que habla de que Picasso era capaz de lo mejor y de lo peor. En este caso, de lo mejor. A simple vista, con una mirada rápida, nos encontramos con una mujer sentada que contempla en su regazo a su hijo pequeño, un bebé de dimensiones agrandadas de acuerdo con lo dicho y al que abraza con ambas manos. Los tonos son grises en cuanto al vestido y rosáceos en las carnaciones.
Pero lo fascinante es que, si se observa bien, el rostro de la mujer se funde en su perfil izquierdo con el rostro de un hombre, obviamente el padre, que aparece algo detrás de ella, ligeramente sombreado y cuyo brazo izquierdo es el que en realidad completa el abrazo al niño, con una mano aún más gruesa que la de la madre. En efecto, se aprecian dos cabezas juntas, pero forman a la vez un solo y mismo rostro que mira de forma embelesada al bebé.
El resto del cuerpo de la madre es el de ella, y no se aprecia ya el del varón, formando así una unidad corporal —«una misma carne»—. Se insinúa la unión íntima de ambos en la común y única maternidad que acoge y protege al niño.
Después la historia real echaría por tierra toda la belleza de lo que sugería la pintura. En 1927 el matrimonio entraría en una profunda crisis por las infidelidades del pintor, confirmando aquella sabia sentencia de que «quien no vive como piensa acaba pensando como vive».