Un jubileo para la esperanza

98
Cúpula del Vaticano. Foto: Chris Czermak en Unsplash
Cúpula del Vaticano. Foto: Chris Czermak en Unsplash

Por +Mikel Garciandía Goñi, obispo de Palencia

«“Spes non confundit” (La esperanza no defrauda), (Rm 5,5). Bajo el signo de la esperanza el apóstol Pablo infundía aliento a la comunidad cristiana de Roma. La esperanza también constituye el mensaje central del próximo jubileo, que, según una antigua tradición, el papa convoca cada veinticinco años. Pienso en todos los peregrinos de esperanza que llegarán a Roma para vivir el año santo y en cuantos, no pudiendo venir a la ciudad de los apóstoles Pedro y Pablo, lo celebrarán en las Iglesias particulares. Que pueda ser para todos un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, “puerta” de salvación (cf. Jn 10,7.9); con él, a quien la Iglesia tiene la misión de anunciar siempre, en todas partes y a todos como “nuestra esperanza”» (1 Tm 1,1).

Con estas palabras comienza la bula para el Jubileo de 2025 promulgada por el papa Francisco. Siempre resulta oportuno ir a la raíz de nuestra fe, beber de las virtudes teologales, ya que estamos en un cambio de época. El mismo papa Benedicto dedicó a la esperanza su encíclica de 2007 Spe salvi, en esperanza fuimos salvados, tomando la expresión también de la carta a los romanos (8,24). En un mundo que vive o sufre el tiempo en la prisa, incertidumbre y en la aprensión, la Iglesia ofrece una orientación, una meta, un sentido. Jesucristo resucitado ha roto la maldición de la historia y le ha regalado una hondura y una orientación decisivas.

Continúa el papa: «La esperanza efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida”» (Rm 5,10) (Spes non confundit, 3). Esa referencia de la bula al Sagrado Corazón de Jesús no es ni mucho menos casual, ya que la ha consolidado con su cuarta encíclica, Dilexit nos, sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo. Un Dios desterrado y rechazado en nuestra cultura, tiene su morada natural en el corazón de sus fieles y en el seno de las comunidades cristianas. La iniciativa en la vida es siempre divina, y al ser humano le corresponde secundarla.

En efecto, el Espíritu Santo, con su presencia perenne en el camino de la Iglesia, es quien irradia en los creyentes la luz de la esperanza. Él la mantiene encendida como una llama que nunca se apaga, para dar apoyo y vigor a nuestra vida. La esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni defrauda, porque está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor divino: «¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo?» (Rm 8,36).

El papa sitúa este año jubilar en la larga peregrinación de la Iglesia. Al igual que hizo san Juan Pablo II en el año 2000, Francisco nos emplaza a preparar los dos mil años de la redención: «Al mismo tiempo, este año santo orientará el camino hacia otro aniversario fundamental para todos los cristianos: en el 2033 se celebrarán los dos mil años de la redención realizada por medio de la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. Nos encontramos así frente a un itinerario marcado por grandes etapas, en las que la gracia de Dios precede y acompaña al pueblo que camina entusiasta en la fe, diligente en la caridad y perseverante en la esperanza» (cf. 1 Ts 1,3) (Spes non confundit, 6).

A su vez, este jubileo celebra los 1700 años del Concilio de Nicea y de la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán. Es bueno para esta Iglesia católica, que está recuperando con fuerza su dimensión sinodal, recordar que la acción del Espíritu Santo se da en el seno de la comunidad que camina unida y se reúne para pedir la iluminación de Dios. En el Concilio de Nicea se trató el tema de la fecha de la Pascua. Por una circunstancia providencial, precisamente en el año 2025 coincidirá la fecha de la Pascua para católicos y ortodoxos. El papa aboga para que este acontecimiento sea una llamada para todos los cristianos de Oriente y de Occidente a realizar un paso decisivo hacia la unidad en torno a una fecha común para la Pascua. La herida profunda del cisma de Oriente debe dolernos de manera especial este año, y llevarnos a orar insistentemente por la koinonía, por la unidad y comunión de cuantos llevamos el nombre de cristianos.

Entre los males que Francisco destaca por los que hay que orar y luchar, señalo el siguiente: «Mirar el futuro con esperanza también equivale a tener una visión de la vida llena de entusiasmo para compartir con los demás. Sin embargo, debemos constatar con tristeza que en muchas situaciones falta esta perspectiva. La primera consecuencia de ello es la pérdida del deseo de transmitir la vida. A causa de los ritmos frenéticos de la vida, de los temores ante el futuro, de la falta de garantías laborales y tutelas sociales adecuadas, de modelos sociales cuya agenda está dictada por la búsqueda de beneficios más que por el cuidado de las relaciones, se asiste en varios países a una preocupante disminución de la natalidad» (Spes non confundit, 9). El presunto vitalismo de nuestra sociedad ha ido sucumbiendo ante la cultura de la muerte.

No me resisto a citar de nuevo ese número 9 de la bula: «La comunidad cristiana, por tanto, no se puede quedar atrás en su apoyo a la necesidad de una alianza social para la esperanza, que sea inclusiva y no ideológica, y que trabaje por un porvenir que se caracterice por la sonrisa de muchos niños y niñas que vendrán a llenar las tantas cunas vacías que ya hay en numerosas partes del mundo. Pero todos, en realidad, necesitamos recuperar la alegría de vivir, porque el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26), no puede conformarse con sobrevivir o subsistir mediocremente, amoldándose al momento presente y dejándose satisfacer solamente por realidades materiales. Eso nos encierra en el individualismo y corroe la esperanza, generando una tristeza que se anida en el corazón, volviéndonos desagradables e intolerantes».

Esa pérdida del deseo de transmitir la vida sitúa fundamentalmente a Occidente en una tesitura de esterilidad y decadencia. La Iglesia española quiere abordar este reto por la vida y, entre otras iniciativas, este año se celebrará un congreso para las vocaciones, cuyo documento titulado Del pienso luego existo, al soy llamado, por eso vivo, lleva un subtítulo igualmente llamativo De la pastoral de la opción y los valores a la pastoral de la obediencia y la santidad. Estoy convencido de que está ya terminando el tiempo en que los cristianos debíamos hacer análisis de la realidad para poder encarnar la fe en nuestro tiempo, y que comienza una época en la que debemos ofrecer una síntesis, un mapa con el que no perdernos en esta peregrinación que nos lleva a Jerusalén.

Resulta para mí novedoso y profético que este cambio de época venga marcado de una manera inequívoca hacia la primacía de la gracia, para rescatar a la libertad humana (tal y como es presentada por las ideologías dominantes) de su colapso y su desvarío: soy llamado, por eso vivo. El documento de trabajo de la Conferencia Episcopal Española presenta en qué consiste el cambio de época, con tres cuestiones centrales y que hoy reclaman una nueva lectura. Y la primera es la relación entre naturaleza y gracia. La gracia ha sido sustituida por la cultura, y la misma cultura está devorando a la naturaleza. Solo queda como alternativa, la conversión.

En segundo lugar, hay que recrear una nueva síntesis, retejiendo la comunidad, para sanar la relación entre Iglesia y sociedad. Y, en tercer lugar, el documento aborda la relación entre el tiempo y la vida eterna: la confesión de fe para la germinación de la novedad. En la modernidad, el reino ha terminado por ser asimilado con el progreso, y esa ambigüedad ha resultado nociva para la Iglesia y para el mundo. Y resulta providencial que, siguiendo con la bula pontificia, el papa rescate dos elementos del Credo que tienen un especial relieve para nuestras situaciones de hoy: el primero, la vida eterna, que nos libera de una visión mundana y abocada a la muerte: «Creo en la vida eterna […]. Nosotros, en cambio, en virtud de la esperanza en la que hemos sido salvados, mirando al tiempo que pasa, tenemos la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no se dirigen hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que se orientan al encuentro con el Señor de la gloria. Vivamos por tanto en la espera de su venida y en la esperanza de vivir para siempre en él. Es con este espíritu que hacemos nuestra la ardiente invocación de los primeros cristianos, con la que termina la Sagrada Escritura: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20) (Spes non confundit, 19).

El segundo elemento, también arrumbado a menudo en la predicación a la comunidad cristiana: «Otra realidad vinculada con la vida eterna es el juicio de Dios, que tiene lugar tanto al culminar nuestra existencia terrena como al final de los tiempos. El juicio de Dios, que es amor (cf. 1 Jn 4,8.16), no podrá basarse más que en el amor, de manera especial en cómo lo hayamos ejercitado respecto a los más necesitados, en los que Cristo, el mismo juez, está presente (cf. Mt 25,31-46). La Sagrada Escritura afirma: «Tú enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo de los hombres y colmaste a tus hijos de una feliz esperanza, porque, después del pecado, das lugar al arrepentimiento […] y, al ser juzgados, contamos con tu misericordia» (Sb 12,19.22) (Spes non confundit, 22).

Las inquietudes sociales también han de ser atendidas para que este año sea verdaderamente santo: el fin de las guerras, el trato humano a los presos (el papa abrirá una puerta santa en una prisión), el fin de la pena de muerte, la debida atención a los migrantes, exiliados, refugiados y desplazados, así como la condonación de la deuda Norte-Sur. En un contexto, aún más próximo, a los enfermos, jóvenes y ancianos ha de llegar ese mensaje nítido y eficaz de la esperanza. Y entre aquellos que nos insuflan esperanza, tantas comunidades que sufren persecución, marginación: la Iglesia de los mártires. Ellos están presentes en todas las épocas y son numerosos, quizás más que nunca en nuestros días, como confesores de la vida que no tiene fin. Necesitamos conservar su testimonio para hacer fecunda nuestra esperanza.

Por supuesto, uno de los elementos esenciales del año jubilar es el de la reconciliación sacramental don Dios: «La reconciliación sacramental no es solo una hermosa oportunidad espiritual, sino que representa un paso decisivo, esencial e irrenunciable para el camino de fe de cada uno. En ella permitimos que el Señor destruya nuestros pecados, que sane nuestros corazones, que nos levante y nos abrace, que nos muestre su rostro tierno y compasivo. No hay mejor manera de conocer a Dios que dejándonos reconciliar con él (cf. 2 Co 5,20), experimentando su perdón. Por eso, no renunciemos a la confesión, sino redescubramos la belleza del sacramento de la sanación y la alegría, la belleza del perdón de los pecados» (Spes non confundit, 23). Y con la penitencia, el don de la indulgencia: «En nuestra humanidad débil y atraída por el mal, permanecen los “efectos residuales del pecado”. Estos son removidos por la indulgencia, siempre por la gracia de Cristo».

Quiero pedir por último oración y apoyo para el proyecto Roma 25, Santiago 27, Jerusalén 33. Se trata de una iniciativa, que apenas está naciendo, de y para los jóvenes europeos, que consiste en tejer una red europea de los santuarios católicos y ortodoxos. Consiste en que el 1 de junio se harán peregrinaciones locales en santuarios dedicados a san Miguel Arcángel, que confluirán en una vigilia en Roma el 1 de agosto, en la que se presentará el manifiesto de los jóvenes para evangelizar a través de los santuarios y caminos de peregrinación en nuestro amado continente.

No es casual que la piedad popular siga invocando a la santísima Virgen como Stella maris, un título expresivo de la esperanza cierta de que, en los borrascosos acontecimientos de la vida, la Madre de Dios viene en nuestro auxilio, nos sostiene y nos invita a confiar y a seguir esperando.

Artículo anterior30 años caminando tras las huellas de un apóstol
Artículo siguiente¡Mirad… Es Navidad!