Me considero un buen cocinero de tortilla de patatas, como bien pueden acreditar amigos y familiares —público exigente como pocos—. Para hacer una buena tortilla se necesitan huevos, patatas, aceite y, a ser posible, de gran calidad. Si alguien me pidiera que demostrase mis habilidades, pero me pusiera algunas restricciones tales como no usar huevos, por principios veganos, ni aceite, patatas o sal, por motivos dietéticos, y me ofreciera a cambio verduras y una parrilla podría, en el mejor de los casos, hacer una buena parrillada de verduras, pero jamás una tortilla.
Algo similar ocurre con la educación actual: por distintos motivos, no usa determinados componentes propios de una buena educación tales como el respeto que vimos en un artículo anterior, la exigencia que veremos en alguno posterior o la autoridad que tratamos a continuación. Sin esos ingredientes y otros más, podremos obtener un sucedáneo de la educación, pero no el producto genuino. Dicho de forma sucinta, sin huevos, aceite y patatas no podemos tener una tortilla. Del mismo modo, sin autoridad no podemos tener educación.
Sin embargo, la palabra autoridad, y lo que ello significa y conlleva, es un tema tabú en la sociedad actual, y por tanto en cualquier institución o realidad educativa, ya se trate de la escuela, la familia o el ambiente social. Asistimos a la dejación de autoridad en las propias familias, en la escuela y en la sociedad y por ello, es imposible educar.
Las causas de esa ausencia son varias y complejas. De entrada, hay que decir que la autoridad no es lo mismo que el poder. El poder está basado en la fuerza, incluso en el miedo, se impone y es coercitivo, obliga. Por el contrario, la autoridad está basada en el prestigio, en una excelencia intelectual o moral que ofrece ejemplaridad y suscita la emulación, el deseo de imitar y alcanzar una vida más plena en cualquier ámbito, ya sea intelectual, artístico o moral.
Decimos, por ejemplo, que un determinado profesor o artista es una «autoridad» en la materia, o que el papa, el presidente de un país, o el de una comunidad de vecinos, son autoridades. Sin embargo, muchos de los citados, pueden no ser excelentes ni inducir a la excelencia y, sin embargo, se les considera, autoridades. Formalmente lo son, pero en realidad han dejado de serlo en la medida en que han perdido tal consideración y solo les queda el poder coercitivo que los mantiene, es decir la fuerza que acompaña a esa autoridad. Así ocurre con el padre o el profesor que ha perdido su prestigio, aunque mantenga el poder que le da su condición. Puede ser respetado, pero difícilmente admirado o querido.
En la sociedad actual, la autoridad, sin la cual no es posible educar, ha perdido presencia e incluso, en algunos ambientes, se rehúye el debate sobre si debe existir o no y cómo ejercerla.
Las causas son múltiples. Unas son de tipo interno: por ejemplo, cuando el educador que debe ejercerla ha dejado de hacerlo bien sea por cobardía o debilidad, como ocurre con los padres o los maestros permisivos que juegan a ser colegas, olvidando que los jóvenes necesitan padres y maestros genuinos, no más colegas. Claro que la autoridad exige un gran esfuerzo para alcanzar esa superioridad intelectual o moral que la constituye como tal, y generosidad para la entrega desinteresada ya que consiste más en servir que en ser servido.
Otras causas son de tipo externo. Por un lado, el relativismo ambiental que niega la excelencia de unas virtudes, o el valor de unos principios tales como la verdad, la belleza o el bien que han iluminado e inspirado las mejores realizaciones humanas, tanto culturales como éticas o legislativas. Con el relativismo y la banalidad de la moda, hoy no podríamos escuchar a Mozart, contemplar las catedrales, el avance de las ciencias o los derechos humanos.
Junto a ese relativismo, y de modo paradójico puesto que no deja de ser un nuevo dogmatismo, se ha implantado la llamada «nueva pedagogía» que proviene de Rousseau. Impuesta de modo omnímodo y asfixiante en la enseñanza y en gran número de familias, considera que el niño por sí solo, de modo lúdico y espontáneo, encontrará el legado cultural que, de ningún modo, se le debe enseñar. El niño descubrirá solito tanto la moral, como la ciencia y, por supuesto, la religión.
Las consecuencias ya las estamos viendo. Por un lado, asistimos a la generación de «salvajes en la ciudad», como los define F. X. Bellamy, un filósofo contemporáneo. Por otro, vemos cómo han surgido nuevas «autoridades»: a veces son los propios jóvenes, otras son adultos que pretenden ser adolescentes o, lo peor de todo, adultos que saben que así podrán manipular mejor a los jóvenes.
Frente a las ideologías, ya sea el relativismo o la nueva pedagogía, no hay vacuna más efectiva que unas dosis de realismo. El ser humano es un ser jerárquico, lo cual no está en contra de la dignidad esencial. Cuando la autoridad legítima y auténtica queda desierta, cualquier otro ocupa su lugar de modo despótico y autoritario. Ya lo advertía Platón: «Cuando los maestros temen a los discípulos, los carceleros a los presos y los padres a sus hijos, es una sociedad próxima a la tiranía».
Urge —y además es esencial— recuperar la autoridad como concepto y, sobre todo, conseguir que los educadores de cualquier ámbito sean y ejerzan como tales.
La autoridad es fácil perderla, difícil conseguirla y más aún recuperarla
Debemos recuperarla tanto en el plano intelectual, como, sobre todo, en la práctica. Es necesario una legislación que ampare esa autoridad sobre todo en el ambiente escolar. Pero lo más importante es que quienes deban ejercerla sean capaces de conseguirla a través de una ejemplaridad, una excelencia y una entrega desinteresada. Para resolver el puzle de la educación es imprescindible que la pieza de la autoridad esté perfectamente encajada y para ello se requiere que el educador ejerza su papel. No es tarea fácil, puesto que requiere mucho esfuerzo, excelencia, entrega, paciencia y, sobre todo, cariño. Algo difícil para cualquiera, pero ilusionante y esencial para un verdadero educador.