La aventura cristiana de comunicar

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Comunicar
Comunicar

Por José Luis Restán, Director Editorial Cadena COPE

A la hora de plantearnos los retos que supone comunicar hoy, conviene sazonar la reflexión con humildad y un punto de sana ironía. En este sentido recuerdo vivamente el discurso de un gran periodista y maestro de nuestras letras, el llorado José Jiménez Lozano, cuando recibió el Premio Bravo. Fue el suyo un discurso chispeante y profundo sobre la aventura de comunicar trenzado de una suerte de amargura de fondo, porque al final, muchas veces esa aventura se vuelve una carrera de obstáculos y su objetivo se ve frustrado. Nos viene bien una cierta modestia sobre las posibilidades reales de los medios de comunicación y una mirada crítica sobre el laberinto del sistema mediático tal como está configurado. Con todo, ese es el espacio en el que tenemos que jugar la partida, sin esperar a que se presente otro supuestamente ideal.

Desgastar las suelas de los zapatos

El punto de partida de toda comunicación es amar la realidad en su verdad. El periodismo tiene sentido únicamente si conocer la verdad es un bien. Solo si existe una verdad que es buena (¡en última instancia es buena!), es justo y necesario ayudar a que se manifieste. En su mensaje para la Jornada de las Comunicaciones Sociales de 2021 el papa Francisco trae a colación esta hermosa cita del beato Manuel Lozano Garrido: «Abre pasmosamente tus ojos a lo que veas y deja que se te llene de savia y frescura el cuenco de las manos, para que los otros puedan tocar ese milagro de la vida palpitante cuando te lean». Para comunicar tenemos que hacernos cargo de la complejidad del drama humano, ir más allá de la apariencia, no ser prisioneros de la comodidad, de la opinión dominante, de lo políticamente correcto…, intentar llegar al fondo último. Todo esto requiere una actitud y un trabajo. El papa nos invita a «desgastar las suelas de los zapatos» para no permanecer como espectadores externos de la historia que pretendemos contar. Es lo que reflejaba el gran novelista católico Georges Bernanos al explicar que prefería escribir «en los andenes y en los cafés, para descubrir en la mirada del desconocido que pasa, la justa medida de la alegría o del dolor».

Otro gran maestro de nuestro ramo, el polaco Ryszard Kapuszinski, testigo directo de las grandes convulsiones del siglo XX, advertía con razón que «los cínicos no valen para este oficio». Como todo lo humano, comunicar es algo dramático porque entran en juego la razón y la libertad, el bien y el mal, la verdad y la mentira. La comunicación nunca es inocua: construye o destruye, cura o hiere, teje relaciones o las rompe. Siempre es así, pero más aún cuando nos encontramos en un contexto de dolor e incertidumbre en el que la exigencia humana se ve exasperada.

Inmersos en los desafíos de la pandemia los medios de comunicación han funcionado a toda máquina para narrar los múltiples escenarios de la crisis, para responder a una demanda inusitada de información y también, pero más raramente, para sondear las grandes preguntas humanas que en estos días se han despertado. Esta circunstancia dura que atravesamos ilumina la conexión esencial entre los hechos y su significado, y juzga la calidad de la comunicación. A ello se refirió también Francisco en su mensaje de 2020, al denunciar que han circulado informaciones no contrastadas, discursos triviales, incluso proclamas de odio en una y otra dirección. En no pocas ocasiones la comunicación se ha puesto al servicio de intereses ideológicos, y eso se traduce en cavar trincheras. De ese modo algunos comunicadores, que deberían ser promotores de la vida común, se dedican, como dice el papa, a romper los frágiles hilos de la convivencia.

Descubrir en cada historia el perfume del Evangelio

El reto de comunicar y el reto de discernir y acoger con libertad y juicio crítico lo que se nos comunica van siempre unidos, y no se puede aclarar el uno sin el otro. En el denso tejido de la comunicación global (que a veces puede parecernos una selva) encontramos cada día narraciones que reflejan el intento leal y sincero de ir más allá de las apariencias, que se resisten al encajonamiento sectario, que se dejan tocar por la realidad en todo su espesor de dolor y de necesidad humana. Por cada una de estas historias, vengan de donde vengan, tenemos que dar gracias. Especialmente cuando descubrimos en ellas el perfume del Evangelio, o sea, el testimonio de un amor que transforma realmente la vida, aunque quien las narra no conozca la fuente de ese amor.

En su mensaje de 2020 Francisco decía que necesitamos encontrar historias que nos ayuden a no perder el hilo entre las muchas laceraciones de hoy, que saquen a la luz la verdad de lo que somos, incluso en la heroicidad ignorada de la vida cotidiana. Parecen palabras escritas para describir nuestra necesidad en la pandemia, aunque el papa las consignase mucho antes de que estallara. No se trata de endulzar una realidad terrible o de hacer un «telediario de las buenas noticias», se trata de contar la realidad que nos toca hasta el fondo, de acoger las preguntas serias que nos plantea. Incluso cuando contamos el mal, podemos reconocer presente el dinamismo del bien, y solo así mantenemos el hilo de oro de nuestra humanidad y no cedemos a la desesperación de que todo es puro caos y sinsentido. Porque reflejar eso sería comunicar una gran mentira.

Abrir una grieta en la opacidad

El comunicador cristiano no trabaja con una materia distinta que los demás, la materia de esta circunstancia tremenda que nos resulta dura y opaca. Pero entra en ella con la memoria de lo que somos a los ojos de Dios, de la grandeza de nuestra exigencia que reclama un sentido y una esperanza contra todos los vientos. Una memoria alimentada por el testimonio cotidiano de tantos hombres y mujeres sin vitola, esos «santos de la puerta de al lado», verdaderos protagonistas de una historia que espera nuestro coraje y nuestra humildad para ser contada. Y así, en la opacidad se abre una grieta y no perdemos el hilo de lo humano, podemos valorar toda búsqueda, todo intento, también la queja de tantos corazones heridos que buscan en la niebla. Sin arrogancia ni pretensión, nos hacemos compañeros de camino, somos promotores de la vida común y contribuimos a la amistad cívica de la que habla Francisco en su encíclica Fratelli tutti.

Para responder al reto de la comunicación necesitamos renovar continuamente una certeza sobre el valor y el significado de la vida. Una certeza que no podemos construir a nuestra medida, sino recibir de una historia y verificar en el presente: memoria y pertenencia. Necesitamos también, como ya se ha apuntado, estar a la escucha del drama humano: tomar en consideración la realidad del otro al que nos dirigimos, su contexto cultural, sus preocupaciones, rebeldías y esperanzas. Sin esta escucha voceamos, pero no comunicamos. Por todo ello es decisivo alcanzar una conciencia clara del momento histórico que atravesamos, marcado por la pérdida de las certezas compartidas (generadas por siglos de educación cristiana), por el individualismo radical (ausencia de vínculos generativos), la desmemoria y la falta de consistencia del sujeto (crisis de identidad). Y, sin embargo, en este escenario se abre una nueva disponibilidad para el diálogo sobre lo humano, una búsqueda de sentido más allá de antiguos esquemas ideológicos.

Romper diques y trincheras, abrir relaciones

En esa trama se debe insertar para el cristiano la aventura de comunicar, de modo que la inteligencia de la fe se traduzca en una inteligencia más amplia y profunda de la realidad. No podemos contentarnos con la denuncia de los males de la época o con una apologética cuyos términos ya no son comprensibles para una amplia franja social. Es preciso mostrar la relevancia de la fe para afrontar los problemas del hombre de hoy, estando en medio del debate con simpatía hacia la búsqueda de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, pero sin miedo frente a la opinión dominante. Y esto habrá que hacerlo aprovechando los medios propios y buscando espacio en los que no lo son, y en donde habremos de ganarnos ese espacio por el «interés» y la calidad de nuestra presencia.

Y aquí se abre todo un desafío, romper diques y trincheras, abrir relaciones, no dar nada por supuesto, abandonar tanto la prepotencia como los complejos. Esto significa también el sacrificio de formular el mensaje que queremos transmitir según la forma que los medios imponen; adaptar la forma no significa reducir ni trivializar el contenido del mensaje. Es perfectamente posible llevar a cabo esta adaptación en términos de tiempo de respuesta, agenda informativa, formato y capacidad técnica, sin menoscabo de lo que pretendemos comunicar. Pero son necesarios sacrificio e inteligencia para injertar el contenido del mensaje y de la experiencia cristianos en el contexto de la comunicación global.

Narrar la propia identidad

El testimonio es la forma adecuada de comunicar la novedad cristiana en el contexto de una aguda secularización. Esto vale para lo que se refiere a la presencia cristiana en la galaxia mediática. Pero entendámonos, «testimonio» no significa moralización o mero buen ejemplo, significa narrar la propia identidad, su origen y sus razones, en diálogo con los que son diferentes. Benedicto XVI dijo en más de una ocasión que la belleza y la caridad son la mejor «demostración» de la verdad de la fe. Son dos aspectos de gran proyección en el universo mediático, y por tanto constituyen una inmejorable posibilidad de comunicar el cristianismo. Siempre a condición de que se haga el recorrido completo, desde el hecho que impacta (la obra bella, la bondad en acto) hasta su origen: una humanidad cambiada por el encuentro con Cristo y educada en el camino de la Iglesia.

La vida cristiana puede ser entendida por las gentes que pueblan la moderna urbe secularizada, y puede ser adecuadamente reflejada a través de los medios, recordando siempre que nada puede sustituir al encuentro personal con Cristo presente en la comunidad de los cristianos. También en el areópago de los medios, la gente tiene derecho a encontrar la propuesta del Evangelio que la Iglesia ha custodiado desde hace dos mil años. Es cierto que muchas palabras cristianas no tienen significado real para mucha gente, porque se ha perdido el rastro de la experiencia humana que las llenaba de sentido. Nuestra tarea, como comunicadores, consiste en ponerlas en el contexto de la experiencia viva de los creyentes, para que puedan ser reconocibles por todos. A pesar de todas las dificultades y asperezas del momento presente, el corazón de los hombres de hoy necesita y espera, como siempre, la salvación de Jesucristo.

Una confesión muy personal

Es necesaria una palabra sobre todos nosotros como destinatarios de la comunicación. Para no sucumbir a los bulos ni a las manipulaciones, para no ceder a las historias narcotizantes ni a las que nos precipitan en el cinismo, son necesarias dos cosas: una tradición viva y una compañía que nos abraza por lo que somos. Para mantener el norte en este mar encrespado necesitamos pertenecer. Aquí se sitúa un desafío educativo para nuestras comunidades: ayudar al pueblo sencillo a estar en pie en medio de la gran red de las comunicaciones sociales, evitando la tentación del encastillamiento autodefensivo (inútil) tanto como la aceptación acrítica de cualquier mensaje. No pienso en cursillos y seminarios, que pueden tener utilidad para preparar a algunos para su tarea específica, sino en una cultura cristiana de la comunicación que debería impregnar la vida de nuestras comunidades, ya que esa vida no puede discurrir fuera ni al margen del mar abierto de la comunicación social, cuyas olas llegan en forma de noticias, mensajes, anuncios, canciones, series y películas.

Concluyo con una confesión muy personal. En este oficio, amado y sufrido, no me sostienen los manuales de buenas prácticas (necesarios) ni la técnica (imprescindible), sino pertenecer a la compañía de la Iglesia, donde renace el coraje para tejer historias que desvelen que la vida siempre es un bien. Un bien que los comunicadores estamos llamados a cuidar con profunda responsabilidad.

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