Una apostasía silenciosa
En Burgos tengo mi rincón favorito desde donde contemplar la catedral. Subiendo por las escaleras que van desde la plaza de Santa María a la iglesia de San Nicolás de Bari, muy cerquita de la imprenta donde se publicó La tragicomedia de Calixto y Melibea, hay unos peldaños en los que solía sentarme al volver de la universidad y quedarme extasiado durante minutos interminables contemplando su belleza.
Mientras la miro no puedo evitar recordar las palabras que Jesús les dijo a los fariseos, cuando estos le pedían que mandase callar a la gente que lo aclamaba como Mesías: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Los fariseos de nuestro tiempo han conseguido, en gran medida, callar a los discípulos, que ya no proclaman a Jesús como rey. Y son estas piedras, que levantaron nuestros antepasados, las que siguen gritando y proclamando a toda la ciudad, sin hablar, la gloria de Dios.
Europa se va alejando poco a poco de la fe. Estamos ante una apostasía silenciosa, tal como denunciaba san Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia in Europa. La blasfema inauguración de los Juegos Olímpicos de París, con la burla de la última cena representada por drag queens ha dejado patente ante los ojos de todo el mundo esa apostasía declarada. Y Jesús, como hizo ante Jerusalén, vuelve a llorar por esta Europa que ha perdido su memoria e identidad, que ha renegado en gran medida de su herencia cristiana. Una pérdida que inevitablemente tiene sus consecuencias dramáticas:
Esta pérdida de la memoria cristiana va unida a un cierto miedo de afrontar el futuro. La imagen del porvenir que se propone resulta, a menudo, vaga e incierta. Del futuro se tiene más temor que deseo. Lo demuestran, entre otros signos preocupantes, el vacío interior que atenaza a muchas personas y la pérdida del sentido de la vida. Como manifestaciones y frutos de esta angustia existencial pueden mencionarse, en particular, el dramático descenso de la natalidad, la disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, la resistencia, cuando no el rechazo, a tomar decisiones definitivas de vida, incluso en el matrimonio (san Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 8).
Ante esta situación, cristianos del siglo XXI nos preguntamos, inevitablemente, cómo vivir en este mundo tan alejado de Dios. Sabemos que no es posible volver a esos tiempos en los que la cristiandad levantó las catedrales que fueron el alma de cada ciudad. Y comprobamos que está surgiendo otra nueva civilización, alejada de las raíces cristianas que hicieron fecunda la vida de Europa para el resto de la humanidad. Y que, por ello, intuimos con el papa Juan Pablo II que será una sociedad abocada a un futuro incierto.
¿Qué debemos hacer entonces los cristianos?
En la encrucijada
Este tema ha sido abordado por diversos autores; uno de los más conocidos ha sido el periodista estadounidense Rod Dreher en su libro La opción benedictina. En este libro el autor defiende que el mundo actual es semejante a aquel que vio el fin del Imperio romano con la llegada de los bárbaros. Por ello este periodista plantea que es necesario actuar del mismo modo que lo hizo en su día san Benito de Nursia al alejarse de Roma y dedicarse a la construcción de nuevas formas de comunidad para que la civilización y la moralidad sobrevivieran a las épocas de barbarie y oscuridad que se avecinaban.
Esta tesis ha sido aplaudida y criticada a la vez por numerosas personas. A nadie ha dejado indiferente. Y es que de la respuesta que demos a esta pregunta se derivan muchas consecuencias concretas en nuestra forma de vivir en la sociedad.
¿Debemos intentar salvar nuestra civilización trabajando desde dentro para renovarla? ¿Es siquiera posible hacer esto? ¿Deberíamos más bien, como señala Dreher, conservar la esencia del cristianismo, formar nuevas comunidades que germinen de nuevo tras los tiempos de oscuridad? ¿O más bien debemos ser nosotros los forjadores de una nueva cultura cristiana para unos tiempos nuevos? ¿Seremos capaces de ello? ¿O no será más bien una mezcla de todas esas dinámicas lo que tendremos que cultivar en este tiempo de especial transición?
Una fe enraizada
Hay una reflexión del gran papa san Juan Pablo II que siempre me ha dado luz a la hora de afrontar el tema de la relación de la fe con la sociedad. La fe debe hacerse cultura, debe impregnar toda vida, si no quiere ser una fe muerta.
Entresaco estas palabras de sus memorias como obispo en la Polonia comunista. También entonces se erigió un sistema global que se presentaba como una alternativa al cristianismo y que quería imponerse por medio de todas las herramientas de las que el poder dispone. ¿Cómo podían aquellos sencillos hombres hacer frente a esa apisonadora que suponía el comunismo ateo con toda su maquinaria de propaganda, poder y destrucción? La pregunta que Karol Wojtyla y sus compañeros se hicieron no es muy distinta a la que hoy nos planteamos al pensar en cómo ser cristianos en medio de este mundo que nos toca vivir. ¿Habría que amoldarse, acoger los parámetros sociopolíticos y dialogar con el marxismo? ¿Habría que enfrentarse a este sistema con energía, en una oposición violenta, si fuese necesario? La respuesta del papa polaco iba en otra dirección. Recordando las dificultades que ponía el régimen comunista para la celebración de la fiesta del Corpus Christi, san Juan Pablo II reflexiona sobre la permanencia de la fe en el pueblo.
Pienso que en estas múltiples formas de piedad popular se esconde la respuesta a una cuestión que se plantea a veces sobre el significado de la tradición, incluso en sus manifestaciones locales. […]
En el rico humus de la tradición se alimenta la cultura, que cimienta la convivencia de los ciudadanos, les da el sentido de ser una gran familia y presta apoyo y fuerza a sus convicciones.
Nuestra gran tarea, especialmente hoy, en este tiempo de la llamada globalización, consiste en cultivar las sanas tradiciones, favorecer una audaz armonía de la imaginación y del pensamiento, una visión abierta al futuro y, al mismo tiempo, un afectuoso respeto por el pasado.
Es un pasado que perdura en los corazones humanos bajo la expresión de antiguas palabras, de antiguos gestos, de recuerdos y costumbres heredaros de las pasadas generaciones (san Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!).
Creo que no debemos subestimar las raíces cristianas que tiene nuestra tierra. Aunque a algunos les pareciera que han ganado la batalla y que han conseguido desterrar, al silencio de las sacristías, cualquier manifestación pública de la fe, las raíces del árbol son profundas. Es verdad que hay una apostasía silenciosa en Europa, pero no es menos cierto que el Evangelio ha impregnado la vida de nuestra sociedad de una forma capilar, llegando a los últimos rincones de nuestra tierra y de nuestra existencia.
Me parece que en la evangelización no se puede vivir de nostalgias. Pero hemos de ser conscientes de que, siguiendo las enseñanzas del papa polaco, hay una enorme fuerza en nuestras raíces. Tendremos que ser como el padre de familia que saca tesoros nuevos y viejos del baúl (cf. Mt 13,52). Hay iniciativas antiguas que dieron su fruto, pero que ya han pasado y no se pueden retomar. Pero a veces hay tradiciones que son realmente trincheras donde se resguarda la fe del pueblo, como ha ocurrido en la religiosidad popular en tantos lugares de España, tantas veces despreciada por los eruditos y sabios del mundo. Otras muchas veces, antiguas iniciativas evangelizadoras que daban la sensación de estar desfasadas resultan muy motivadoras para los jóvenes actuales. ¿Quién podría pensar hace unos años, por ejemplo, en el nuevo impulso que han cobrado las peregrinaciones o en los miles y miles de jóvenes que se acercan para acompañar a Jesús sacramentado en adoración eucarística?
Es cierto que, como señala Rod Dreher, hay muchos elementos de nuestra civilización que muestran claramente su declive. Y por ello, también es necesario generar una nueva cultura cristiana en este nuevo milenio. Pero quizá este autor no haya tenido en cuenta que las raíces cristianas son profundas en nuestra civilización y que, por ello, todavía pueden producir nuevos brotes, nueva vida en las generaciones venideras.
Ermitas y catedrales, el Camino de Santiago, los santos que impulsaron obras de caridad, nuestras fiestas y patronos, la Semana Santa y sus cofradías, la Navidad y los belenes… son parte de nuestra vida y de nuestra historia a partir de las que podemos sintonizar el alma de tanta gente. Constituyen una puerta abierta para el Evangelio. Sobre ese legado, es posible rehacer una dinámica de comunidad y unión de corazones, como señalaba san Juan Pablo II.
Es preciso recoger esas raíces del pasado y ponerlas en diálogo con el presente. Y a partir de ahí, saber que estamos construyendo el futuro. La tradición no debe convertirse en una pieza de museo, sino que debe hacerse viva y encarnarse en el momento actual. Las catedrales no son para visitarlas y quedarse con la boca abierta contemplando su grandiosidad como hacen los turistas, sino para traspasar, trascender y descubrir al Dios que habita en lo alto y arrodillarse ante el sagrario que lo contiene en un trozo de pan palpitante.
¿A quién enviaré?
El reto parece ciertamente inabarcable y puede hacer que los cristianos nos desanimemos. ¿Quién podrá engendrar esta nueva cultura que nazca de la fuente siempre vivificante de las aguas del bautismo? En palabras bíblicas parece que el Señor vuelve a repetirnos: «¿A quién enviaré?» (Is 6,8).
La gran intuición del venerable padre Morales fue entender que era necesario formar hombres nuevos que, plenamente conscientes de lo que suponía ser bautizados, fuesen capaces de vivir como laicos en medio de este mundo llevando la vida divina y construyendo una nueva sociedad según el corazón de Dios. A ese proyecto, centrado primordialmente en la educación de los jóvenes, lo llamó Milicia de Santa María y dibujó unos rasgos carismáticos que son de una plena actualidad.
El primero de esos rasgos es su laicalidad. En la Milicia de Santa María se forma a los jóvenes para ser laicos, conscientes de que su misión como bautizados está más allá de las sacristías, y está en medio del mundo. Se los anima a vivir como cristianos coherentes en las realidades más diversas. Y se les enseña que su apostolado laical tiene una doble dimensión que está entrelazada. Como laicos deben acercar a los hombres al Dios de la vida, ayudándolos a encontrarse con Jesucristo en su Iglesia. Dios nos envía para que las almas tengan vida y la tengan en abundancia, y sabemos que esa vida en abundancia, que es la vida de la gracia, se encuentra en Dios.
Pero además, también como laicos, deben realizar el reino de Dios en el mundo complejo en que les toca vivir, proponiendo y haciendo real una alternativa que nace del Evangelio para vivir el mundo de la cultura, la política, la economía, las relaciones sociales todas. En la Milicia de Santa María se les enseña a ser creativos e insertarse en las más diversas realidades, generando iniciativas enmarcadas en el ámbito laboral y social, que construyan una nueva sociedad. El militante se siente llamado a ser un ciudadano activo en la política, la comunicación, la empresa, la familia, en su barrio… en todos los lugares a los que el Señor lo envía.
El segundo rasgo carismático de la Milicia de Santa María que el padre Morales quería aportar a los jóvenes es que tuviesen una amplia visión eclesial. Nada de capillismos o de grupitos. El venerable padre Morales quería que los militantes fuesen hombres de Iglesia, con mirada universal, que trabajasen codo a codo con sus hermanos. Unidos cordialmente a sus pastores, sabiéndose uno con todos los bautizados del mundo, llamados a trabajar juntos para llevar a cabo esa misión de traer el reino de Dios a nuestro mundo.
Por todo ello este profeta de nuestro tiempo que fue el padre Tomás Morales S. I., quería que los militantes fuesen hombres profundamente anclados en la oración, hombres de fe alimentados en la espiritualidad que nace de los ejercicios espirituales. Sabía que, sin una profunda unión con Cristo y una fuerte formación, los vientos y las tempestades del mundo harían naufragar su barca.
Pero, a la vez, no quería que fuesen hombres timoratos, que se quedasen en el puerto embarcados por miedo a las turbulentas aguas. Al revés, los animaba a escuchar la voz de Cristo que los llama a navegar mar adentro: «Duc in altum!». Quería que fuesen hombres de vanguardia, sin miedo a innovar, a crear, a complicarse la vida. Anclados en lo más genuino de nuestra tradición, sí, pero viajando a las periferias más arriesgadas para llevar allí la vida del evangelio.
No sabemos todavía muy bien qué nos deparará el nuevo mundo que está emergiendo, pero de lo que sí podemos estar seguros es de que lo mejor que podemos hacer hoy es emplear todas nuestras energías en formar a los jóvenes, los hombres y mujeres del mañana, que tendrán el reto de ser cristianos en este tercer milenio.
A ello ha dedicado toda su energía la Milicia de Santa María en estos sesenta años largos que han pasado desde su puesta en marcha por el padre Morales y Abelardo de Armas. Con esa misma pasión seguiremos trabajando el tiempo que, el Señor de la historia, nos regale vivir.






